Capítulo 2: Tertulia

Publicado el 22 de marzo de 2023, 7:26

Miauros llevaba un rato sentado en ese taburete. El aburrimiento lo había llevado a atravesar con su estoque las cucarachas que veía que corrían entre las bolsas de harina de la despensa. La tenue luz de las velas encendidas en aquella fría habitación oscura menguaba como si las llamas danzaran al son de la música que el grupo de bardos tocaba en la otra habitación. Allí había más vida, gente con la que conversar e intercambiar historias, bailar, jugar con los dardos y, bueno, en definitiva no aburrirse de tal manera.

Cada tanto, aquel orco alto y torpe, vestido con una burda camiseta de dormir, pantalones de lona y un sucio delantal, entraba al almacén para buscar más botellas de cerveza, algún barril de vino o algún suministro que hiciera falta en la cocina del bar. Entonces, el muchacho aprovechaba para preguntar si todo iba bien, cuánta gente había entrado desde la última visita, o si le podía alcanzar otra jarra llena.

Cuando las campanas de la iglesia se hicieron escuchar, marcando las once de la noche, el joven truhan tomó la decisión de dejarse ver un rato entre la plebe y los borrachos del bar. Hacía un rato que los bardos habían dejado de tocar, para tomar el descanso que tenían convenido con el tabernero que esperaba impaciente en la barra. Las mesas bullían entre los parloteos de los parroquianos y los trabajadores de la taberna. Entonces, al cruzar la cortina que separaba el bar de la trastienda, el muchacho vio a aquel enorme orco acercándose torpemente.

-Yo ver que por fin poder salir a tomar fresco- dijo mientras sonreía tontamente.- Amo Thimolem creer que ser mejor que tu esperar detrás de barra.

El viejo Thimolem era un hombre robusto cuyo cabello había abandonado su redonda y reluciente calva hacía ya unos cuantos años, dejando el leve recuerdo de unas cuantas franjas de pelo gris desteñido a los costados de la cabeza. Un bigote espeso y grasoso, que conectaba con las patillas que si eran frondosas y largas, delineaban el rostro regordete y marcado por la varicela que el viejo sobrevivió cuando aún no había visto su sexta primavera.

La habitación se enfriaba cada vez más a medida que avanzaba la noche, y Miauros se quedó mirando a dos tipos que le resultaron sospechosos. Uno era un hombre viejo bastante flaco y desgarbado, que vestía ropas de campesino y portaba consigo un bolso de cuero labrado que no parecía haber podido comprar en su vida, por lo que o era un artesano hábil, o lo había robado. El otro en la mesa era un elfo de casta poco común en esos lares. Su cabello era largo, lacio y gris, recogido por una diadema de tela morada. Sus ojos eran negros y su piel pálida recordaba a la nieve que caía suavemente afuera de la taberna. Vestía una túnica raída que parecía ser morada, aunque se notaba que no estaba en su mejor momento, en cuyas mangas lucía rebordes dorados con lo que parecían símbolos arcanos. Claramente aquel individuo era o había sido un mago. El elfo gris miraba con atención a su acompañante, que no paraba de hablar. En determinado momento, el anciano tomó el bolso y lo apoyó sobre la mesa, y de él sacó una bolsa de tela que llevaba algo pesado en su interior, y se la dio al elfo, quien de entre sus túnicas sacó un paquete bien envuelto y lo empujó por la superficie de madera, en dirección al otro.

Miauros se acomodó su sombrero y con una mano apoyada en su estoque, caminó lentamente en dirección a aquellos sujetos, y con voz firme y clara, al llegar a destino, dijo:

-Espero que vosotros no estéis haciendo nada indebido, señores. ¿Podría enterarme de que se trata aquel paquete?

El anciano giró su esquelético cuello en dirección al elfo que se acababa de acercar, y con un gesto de pánico abrió el paquete, y lo extendió para que se examinara su contenido, que no era más que un montón de fajitos de hierbas etiquetados. -Nada fuera de lo normal, señor, solo son algunas hierbas curativas que mi amigo me trajo del bosque en el que vive. Verá, mi hijo se encuentra enfermo, y Glydian es un boticario de confianza.

El otro elfo hizo un gesto de saludo, y con una mirada que enturbió los sentidos de Miauros, dijo sonriendo - ¿Es que acaso usted también desea alguno de mis servicios, muchacho?

A Miauros se le encresparon los pelos de la nuca al ver la mirada lasciva de aquel sujeto, y con una sonrisa tímida y forzada se disculpó con aquellos dos y se volvió tras la barra, al momento en que los bardos comenzaban a subir de nuevo al escenario.

Se trataba de un grupo itinerante de cinco elfos con las pieles pintadas de blanco, con el pecho desnudo, solo cubierto por líneas de pintura negra que parecían ser diseños tribales. Tres de ellos portaban instrumentos, un laúd, un violín y un tambor, mientras que los otros dos se dedicaban a hacer bailes exóticos y a arrojarse cuchillos en elaborados malabares que enardecían las pasiones de los borrachos presentes en el lugar. Tras el grupo había montado un austero decorado, que contaba tan solo de un arbusto en una maceta, una gran roca, que a simple vista era más pesada que un carro y un telón ridículamente pintado con el paisaje de un desierto.

El orco le acercó un taburete a Miauros, para que pudiera apreciar sentado el espectáculo, y puso otro a su lado, donde dejó caer su cuerpo, desplomándose de la manera más burda y sosa que pudo, un acto que casi parecía hecho adrede.

Una situación curiosa llamó la atención de los dos compañeros. En la entrada de la posada, un hombre vestido con sucias telas y pieles había llamado al viejo Thimolem, y cuando este se acercó a la puerta, demostró una clara molestia con el sujeto. Alterado, el tabernero casi le gritó “Puede entrar usted, pero que esa cosa se quede afuera. Puede usar las jaulas de mi establo, pero más le vale que no toque ni a uno de los caballos.”

El sujeto en cuestión salió del establecimiento, mientras el viejo Timolem se acercó temblando a la barra. Hizo un gesto al orco, y destapó una botella de wiski que casi baja de un sorbo. El hombre volvió a entrar a la posada y se sentó en la barra, pidiendo disculpas y un plato de comida al tabernero, quien sirvió de mala gana.

Se trataba de un humano increíblemente peludo, de gran estatura y cabello y barba marrones con largos mechones canos. Llevaba una bolsa de cuero viejo y una cimitarra colgada del cinto de piel. Separó la mitad de la comida del plato y pidió que se lo sirvieran en un cuenco aparte, y que le dieran un cuenco con agua. Una vez el orco se lo trajo, el muchacho salió del establecimiento.

 

El primer acto comenzó con el sonido del tambor repiqueteando en solitario. Aquel sonido llevaba un ritmo un poco extraño para un acto de malabares, y esto llamó la atención a Miauros aún más que la transacción de los dos sujetos unos momentos atrás. Concentró sus oídos y su atención en aquel sonido, dejándose atrapar por él y su mente comenzó a divagar. El sonido casi hipnótico arrullaba sus pensamientos, hasta que entendió algo que lo hizo poner una mueca de preocupación.

-¿Que causarte molestia, amigo?-Dijo el orco.

Miauros no contestó, pero enseguida se paró de sopetón y desenvainó su estoque, y con cautela comenzó a caminar al escenario.

Entre tanto, en la tarima los dos elfos malabaristas notaron el arma desenfundada del muchacho, y con una seña de cejas, ambos lanzaron un par de cuchillos en dirección a él, que no alcanzaron su objetivo gracias a sus agraciados reflejos felinos.

Al ver esto, el orco profirió un chillido y entró corriendo a la trastienda. Al mismo tiempo, el hombre de las pieles volvió a entrar en la sala, desenfundando su cimitarra y corriendo en dirección de donde estaba Miauros.

De pronto, la roca del decorado salió despedida por los aires, mientras los músicos se hacían con las armas que bien escondidas tenían. Uno de los malabaristas cogió una espada de entre la utilería, y saltó de la tarima, al grito de “¡Los señores de las bestias saludan a los que hoy van a morir!”

Miauros logró interceptar el ataque del elfo saltarín, esquivándolo y atravesándole el cuello con una estocada firme y letal, pero en la maniobra cayó al suelo. Entonces, mientras se quitaba el cadáver de encima, tomó un momento para apreciar el paisaje. El grueso de los parroquianos de la taberna ya había comenzado a espabilar y huir del lugar, quedando unos cuantos rezagados que o estaban demasiado aterrados para correr, o bien demasiado borrachos. El hombre de las pieles se acercaba hacia él, ofreciéndole una mano para levantarse, mientras decía “Un gusto, soy Lycson”. De donde había estado la roca del decorado ahora brotaba un pequeño ejército de criaturas reptiloides, de altura no superior a la de un niño humano, con grandes cabezas de cocodrilo cubiertas de escamas rojizas y cascos de cuero. Llevaban pequeñas armaduras, dos de ellas de placas, las demás de cuero o malla. Esas criaturas eran Kobolds, y por el equipamiento que llevaban, eran claramente una cuadrilla. Dos de ellos, que portaban placas, tenían escudos de madera redondos y lanzas de punta afilada. Otros dos llevaban arco y armaduras de cuero, del resto, cuatro tenían cota de malla y hachas, y uno iba casi desnudo, con un tocado que parecía chamánico, y el cráneo de lo que podría haber sido un gran gato a modo de casco, portaba una vara más larga que él, llena de plumas, cuentas y cráneos de mamíferos y aves pequeñas.

Miauros empujó al suelo a una anciana que se había quedado perpleja, para ponerla a resguardo de una mesa que tiró al mismo tiempo. Luego, valiéndose de su gracia felina se escabulló por debajo de las mesas, y consiguió pegar la espalda a la pared que sostenía el escenario, quedando en un punto ciego para los atacantes, que se disponían a bajar de la tarima de manera casi ordenada, algo extraño en el comportamiento habitual de esas criaturas. Entre tanto, se preguntaba donde se había metido Finlandio, el orco que lo acompañaba.

Lycson tomó del brazo a la vieja, y valiéndose de las gruesas pieles de oso que llevaba sobre la ropa, la cubrió para sacarla del lugar.

De una de las mesas se profirió un grito en palabras que Miauros no entendía pero si conocía. Era el desencadenante de un hechizo, que causó que un gran charco de aceite apareciera en las escaleras del atrio, haciendo que varios kobolds resbalaran y se dieran un digno golpe contra el suelo.

Mientras las criaturas tomaban compostura, los arqueros centraron su atención en Glydian, quien no tardó en conjurar una barrera mágica a su alrededor. Entonces Miauros vio una cabeza de reptil asomarse por el borde de la tablada, y sin pensarlo dos veces, estocó el ojo derecho de la criatura, que cayó muerta, arrastrando el arma del muchacho consigo.

Un conocido grito causó que el pícaro fijara su atención en la puerta que llevaba a la trastienda. Finlandio sostenía un hacha más larga que él, y corría contra el malabarista que quedaba con vida, descargando un golpe descendente de la hoja, que se enterró desde el hombro hasta el ombligo del elfo. Miauros sonrió de manera pícara al ver a su amigo entrando en acción, y se trepó a la tarima para quedar cara a cara con el kobold del cráneo. Ese ornamento crispó sus nervios, y mientras corría para atacarlo, vio como de la palma de la mano de su oponente brotaba una ola de llamas que lo cubrió entero. Intentó esquivarla pero sintió el ardor del fuego lamiéndole una de sus piernas, lo que causó que cayera al piso por el dolor. Ahí arrodillado, Miauros vio como el enemigo desenvainaba una hoz bien afilada, pero cuando se encaramó para clavársela, un bólido negro y corpulento derribó a la criatura. El muchacho consiguió enfocar la vista, obnubilada por el dolor, y vio que ahora le debía la vida a un enorme perro negro, tan corpulento y musculoso como Finlandio. A su espalda, entre el ruido de la batalla, escuchó un estruendoso ladrido, y al voltear vio a otro mastín, que acompañaba a Don Torpingar Torpensen, un conocido compañero de trabajo del pícaro. Se trataba de un enano poco corpulento, para los estándares de su pueblo, que vestía ropas de cuero negro y una capa con capucha que lo ayudaba a esconder un escudo y una maza. Poco más sabía el muchacho de aquel hombre, más que dedicaba su vida al clero que adoraba al sol.

 

La batalla no fue mucho más larga. Con la ayuda de Glydian, Finlandio, Lycson, Torpingar y los dos sabuesos de caza, lograron acabar con casi todos los kobolds y los bardos, a excepción de uno de estos últimos, a quien dejaron con vida para poder interrogarle.

Agotado por el uso de tantos hechizos, Glydian volvió a su mesa, para seguir platicando con su viejo amigo, quien permanecía sentado, en silencio y sin moverse. El elfo notó que el rostro del hombre dibujaba una mueca de dolor, y que no reaccionaba a ningún estímulo, pese a tener los ojos abiertos y mantenerse sentado, pero al tratar de hacerlo reaccionar, notó que tenía clavado en el pecho uno de los cuchillos de los malabaristas del que colgaba una nota, que tomó y velozmente escondió en un bolsillo de la túnica. Comenzó a pedir ayuda, mientas Torpingar hacía uso de la magia clerical para sanar las quemaduras de Miauros. Lamentablemente, el enano no pudo ayudar al difunto anciano. Según dijo, el viejo falleció en cuánto el cuchillo le impactó, ya que la hoja le perforó el corazón. Miauros se acercó a la mesa para agradecer al elfo su ayuda, y darle el pésame, pero casi al momento de llegar, corrió la mesa sin mediar palabra y notó que bajo ésta había un enorme hueco en el piso, que parecía reciente. Sus orejas se movieron mientras fruncía el ceño y cerraba los ojos, para concentrarse en el sonido. Logrando aislar los ruidos ambientales de aquella sala, notó que un sonido no cuadraba con nada. Entonces abrió los ojos y con todo el aire que tenía en los pulmones gritó “Cuidado” mientras pateaba a Gladyan en un tobillo, causando que éste cayera al suelo. Torpingar se hizo hacia atrás al momento en que un insecto del tamaño de un caballo emergía del agujero, devorando el cadáver del viejo en el mismo acto. Mientras el elfo intentaba incorporarse, vio como una figura musculosa y marrón volaba sobre él, y entonces impactaba con una gran hacha en la cabeza de la criatura, partiéndola en dos mitades.

Finlandio limpió la sangre mezclada con jugos de insecto mientras Torpingar levantaba a Gladyan del piso. Fue así que la nota se escabulló de entre sus ropas y cayó a los pies de Miauros, quien la tomó y desenrolló, para poder leer lo que decía.

“Los señores de las bestias tendrán su venganza”

se leía en torpes letras que imitaban el alfabeto común.

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