Capítulo 3: Las manos manchadas de sangre.

Publicado el 11 de abril de 2023, 18:30

Un terrible grito se oyó mientras el ejército de orcos, elfos y enanos cargaba. A su frente había un joven Ogsmodiar, hijo de Theradiar, que llevaba a su espalda, a modo de capa, el estandarte del panteón tarámnico. Los milicianos iban detrás, siguiendo a su capitán con el espíritu tan enardecido como las antorchas que les iluminaban el paso. A lo lejos se veía un refulgir de fuegos que devoraban los árboles del bosque de Haratuum. Fuegos provocados por la ira de las huestes de los señores de las Bestias y del comandante Yiihglam’hoog, hijo tercero del príncipe demoníaco de los Gnolls, Yenugoth. Una gran bestia de cabello pardo y duro y mirada maliciosa se veía a la distancia, con dos metros veinte de altura y cuatro largos y flacos brazos que esgrimían cuatro amenazantes hachas. Era el duque abisal de los gnolls, quien arremetía constantemente contra el escudo de un solo orco. 

Las tropas del joven capitán finalmente chocaron contra las huestes abisales, y entonces la visión de Ogsmodiar logró entender mejor el panorama. El orco que se cubría tras un escudo, apenas sin aire, resistiendo uno tras otro los embates del duque abisal no era otro más que Theradiar Totemtronante, su padre, la mano derecha de la muerte, paladín y comandante en jefe de los ejércitos de Cícero, dios de la muerte. La ira se apoderó del corazón de Ogsmodiar, que tras una poderosa carga, saltó para dar fuerza a su ataque, y apuntando como pudo, estampó el filo de su espadón en el hombro de la bestia, cortándole uno de sus brazos de cuajo. La respuesta no fue tan tardada, ya que aparentando no sentir dolor alguno, los otros tres brazos se cerraron alrededor del orco, clavándole las hachas entre las costillas y un hombro. Así caía muerto el hijo primero de Theradiar Totemtronante, ante la atónita mirada de su padre, quién apenas recuperaba el aliento. La sangre orca del paladín hirvió entonces, y se paró partiendo su propio escudo al medio, y con cada mitad del mismo en cada mano, arremetió contra la bestia para vengar la sangre derramada. Profirió un poderoso grito de guerra que exaltó los corazones de sus camaradas y estremeció los del enemigo, todos salvo el de Yiglam’hoor, que se esforzaba por recuperar sus armas del cadáver aún fresco del muchacho. Solo recuperó dos, pues una estaba aferrada con fuerza entre dos de las costillas. 

Theradiar comenzó a golpear con furia al demonio, y con cada golpe, el escudo roto se despedazaba aún más, hasta quedar nada más que dos tiras de madera ribeteadas en metal y sangre.

La bestia seguía sin mostrar señal de debilidad, recibiendo cada golpe con el brazo libre, y contestando con los otros dos. Cuando los restos de escudo ya no le sirvieron más, el orco los tiró al suelo, y se hizo hacia atrás, notándose desarmado ante el peligro. Deseaba tener en sus manos a la Segadora Tronante, su guadaña, pero esta se había perdido cuando la bestia lo derribó, antes de la llegada de los refuerzos. Dio un rápido vistazo a su alrededor, notando entonces que sus tropas yacían derrotadas, sobrepasadas en número y fuerza por las huestes de gnolls, demonios y trasgos que formaban el ejército enemigos. Ellos eran más, y no estaban cansados. Entonces se preparó para recibir a su señora, la muerte a la que había dedicado su vida entera. Miró a su enemigo a los ojos, abrió los brazos y gritó, no para intimidar a su oponente, si no más bien para invitarlo a danzar con él hasta el final. 

La provocación fue bien recibida por la bestia, que en ese tiempo había logrado tomar la Segadora Tronante del suelo, y se disponía a dar muerte al orco con su propia guadaña. Cargó contra su oponente profiriendo un largo improperio que no terminó hasta que una de sus piernas fue cercenada por un solo mandoble, por la espalda, interrumpiendo su carga y causando que cayera de cara a donde estaba Theradiar. El orco se hizo a un lado para esquivar el bólido que caía a su vera, y aprovechó la ocasión para partirle el cuello de una patada. 

Con la bestia muerta a sus pies, Theradiar miró a su alrededor buscando a quien le había salvado la vida, y con gran sorpresa vio a su hijo, Ogsmodiar, parado tras el humo, con su espadón, Apocalipsis, partido en dos por el esfuerzo, en las manos, bañadas en sangre del Gnoll demoníaco. Las heridas del joven ya no sangraban, pero seguían abiertas. De hecho, el hacha de las costillas seguía en su lugar. Entonces el muchacho sonrió a su padre, y se desplomó, no sin antes quitarse el arma de la carne, arrojándola al piso. El padre corrió a levantar los restos de su hijo, y entonces notó con admiración que el muchacho aún respiraba. 

Juntó el poco aire que pudo y comenzó a gritar “La bestia ha caído” tosió. “Rematen a su oponente y huyan, pues no hay honor en la muerte desventajosa”. entonces una mano se posó sobre su hombro. Theradiar miró a su viejo amigo, Nilamothoth Uosud, un elfo de noble cuna con quien había combatido más veces que las que había abrazado a sus hijos. 

“Toma a tu hijo y vete. Nosotros terminaremos esta guerra hoy” dijo el elfo, mientras él levantaba a su hijo. 

“Padre” se oyó decir a Ogsmodiar. “Déjame.” mientras se soltaba del abrazo paternal y se erguía solo, sin esfuerzo. Las heridas comenzaban a sanar a gran velocidad, ante las miradas estupefactas de los dos combatientes. El joven capitán se agachó para tomar los restos de su espada, y al levantarse de nuevo, un frío antinatural se presentó en la zona. Los cuerpos de quienes habían caído defendiendo los ideales de la diosa ahora se levantaban como muertos vivientes y atacaban a los ejércitos de bestias. Entonces, ambos ancianos vieron que los ojos antaño pardos de Ogsmodiar, ahora eran de color pálido azulado, al igual que su piel. Cuando el muchacho se hubo armado, cargó contra los enemigos, que al ver la milagrosa resurrección del enemigo, tiraron sus armas y echaron a correr. 

La bandera de la espalda del orco ondeaba mientras se bañaba en sangre. Entonces los viejos camaradas, Theradiar y Nilamoth, tomaron sus armas y siguieron al muchacho, acompañando su acometida con un grito en coro. Un grito de victoria, pues esa noche terminarían la tan larga guerra. 

Las tropas taramnicas sintieron entonces un antinatural segundo aire, y aniquilaron a los enemigos que no habían huido, y los expulsaron, tomando por fin la torre, que desde entonces sería llamada Eldur Shal-Zathor, La torre de la espada rota. 

 

Al despuntar el alba, los pocos sobrevivientes aún dividían su atención entre auxiliar a los más lastimados y enterrar a sus muertos. La torre era suya, o al menos los restos de la misma. 

Theradiar ponderaba en silencio lo ocurrido, mientras en sus manos jugueteaba con el símbolo de Cícero que siempre llevaba al cuello. Rogaba por una explicación a lo sucedido, mientras observaba una pared manchada de sangre, tal vez de orco, tal vez de elfo, tal vez de trasgo. 

Mientras, Ogsmodiar cavaba profundas tumbas, también con el seño fruncido mientras pensaba en la suerte que había tenido. En su mente revivía una y otra vez lo sucedido. Sentía el ponzoñoso ardor de las hachas del gnoll mordiendo su carne, y el golpe que se había dado al caer al suelo. Recordaba como un sueño aquel momento. Entre las sombras, el fuego y el humo, la aparición de aquella mujer. No tenía forma de orco, ni de elfo, ni de humano alguno. No era tampoco un trasgo o un gnoll. Él no se sentía capaz de identificar su raza, pero aún así sabía que era una mujer de hermosos rasgos y movimientos gráciles. Vestida con una túnica roja repleta de rubíes carmesí. La vio acercarse a él, y vio como todo alrededor desaparecía, o más bien, dejaba de tener importancia en la escena. Aquella mujer se acercó a su lecho, y le acarició la mejilla con su gélida mano plateada. Estrechó en brazos su cuerpo moribundo, y con un gesto de inmensa pena, volvió a acariciarlo. Entonces el sonido de la batalla dejó de escucharse, y el orco se vio a si mismo desde la posición de un tercero. Se vio tendido en un campo de rosas carmesíes, recostado en el regazo de aquella dama roja. Y ella habló con un susurro, y le preguntó cual era su deseo. Y el sintió que ya no le dolían las heridas. Notó que no era capaz de hablar, como si ya no tuviera las fuerzas para hacerlo, pero aún así la dama le entendió. De un bolsillo de su traje rojo tomó un pergamino, lo desenrollo y en él consiguió verse, escrito con tinta carmesí, los nombres de todas las criaturas que vivieron, viven y que vivirán. Ogsmodiar consiguió ver el nombre de su padre, el de su madre y el de cada miembro de su clan. Solo faltaban tres nombres. Los de él y sus dos hermanos. 

La dama entonces dijo “Este es el pacto rubí. El primer día del mundo, todas las criaturas y yo lo firmamos. Aquí se detalla que toda criatura viva ha de morir. Solo unas pocas han sido excluidas. Tu nombre es uno de los que fueron borrados, pues tu destino no me pertenece. Así que levántate, hijo del trueno. Pues no puedo ser yo quien cumpla tu deseo, pero puedo ser yo quien te diga como se cumplirá.”

El joven orco sintió entonces como la sangre dejaba de manar de sus heridas, y como la fuerza volvía a su cuerpo. Sintió cosquilleos en las puntas de los dedos y en las piernas, y el peso de su espada en su mano derecha. 

El campo de rosas desapareció junto con la calma que este traía consigo, y el orco se vio cargando contra la bestia abisal. Sintió como su espada se partía contra la pierna del gnoll, y como la perdida de sangre se hacía notar, y se desplomó, pero aún era consciente. Vio a su padre partirle el cuello al enemigo y sintió como sus heridas comenzaban a sanar. Sintió como el rigor mortis se tornaba en una fuerza que nunca antes había sentido. Se separó del abrazo de su padre y el resto del relato ya era historia. 

 

Un golpe en el rostro lo hizo volver en si. Con el seño fruncido y la sangre a punto de hervirle de rabia, miró a su agresor. Era el anciano Nilamoth, quien le sonreía desde fuera del pozo, y le lanzaba otro trozo de carne seca para llamarle la atención. Ogsmodiar se calmó, soltó su pala y tomó del suelo la comida. Trepó por las paredes del barro y la piedra, y se sentó al lado del elfo. Con un gesto de profundo respeto, y en total silencio, comenzó a dar bocados a la carne, mientras el anciano estallaba en carcajadas. 

“No veo por que tanta ceremonia. La carne muerta ya no puede sentir tu respeto. Y falta de respeto sería si se desperdiciara la vida que se dio para poder alimentarte.”, dijo el elfo mientras apoyaba una mano cubierta de cayos sobre el hombro del muchacho. 

“No es a la carne quien hago reverencia, mi señor, es a usted. La vida de mi padre es suya gracias a tu constante vigilancia, y es por eso que rindo pleitesía”, contestó el orco.

“La vida de tu padre es suya por su propia suerte, no por obra mía. Aunque se de un joven guerrero que evitó que varias hachas lo cortaran en pedazos”, se burló Nilamoth de nuevo. “Yo lo vi todo desde la distancia. Acababa de sacarme de encima a un gnoll de metro ochenta que no paraba de acosarme. Entonces escuché el grito de Theradiar, y corrí a interceptar a la bestia, pero antes de que mi flecha fuera disparada, la bestia ya caía tullida al piso, y tu regresabas de entre los muertos sin rito alguno.” Movió un trozo de carne mientras decía “Tu padre estaría así si no fuera por tu espada”.

Ogsmodiar se frenó a la mitad de un bocado, y miró la carne con gesto de indigestión. “No me parece un comentario de buen gusto, señor”, dijo. 

El elfo rio y también así hizo el muchacho, mientras daba una buena mordida al trozo de carne.

 

La meditación de Theradiar se vio interrumpida cuando un cuerno de guerra sonó a la distancia. Se paró de sopetón e interrumpió el duelo de miradas con la pared. Se dio la vuelta y vio a la distancia la bandera azul del clan Totemtronante, escoltado por una pequeña comitiva de orcos. Al acercarse un poco más, el catalejo del paladín alcanzó a ver que quien traía el estandarte era Terent, el lobo fuerte, el hermano menor de Ogsmodiar. 

“Que haces aquí, hijo mío”, dijo el jefe del clan a su recién llegado vástago, “Te creía en los bosques andantes, preparándote para tu comunión elemental.”

“Traigo noticias del clan, padre, pues una tragedia se ha sucedido. El gran chamán, Dretto el ciego, tu hermano, ha muerto, y su asesino no es otro que tu hijo, Gáshnur.”

Theradiar, sorprendido, tomó por los hombros a su hijo. “¿Que es lo que dices? Tu hermano no puede haber sido. Él está estudiando en la academia de magos.”

“Pues ya no, Jefe. La noche de hace cuatro lunas, los elementos me hicieron llegar un mensaje. Dicen que el destino de mi hermano viene perseguido por una tormenta de fuego oscuro, y me mostraron a Dretto que hablaba con él, y con una daga maldita, tu vástago atravesó el pecho del chamán, y le arrancó el corazón.” Terent hizo una pausa. Miró a su padre con un gesto de tristeza, y continuó diciendo “Padre, hablé con tu hermano. Dice que el chamán había hablado mal de mi hermano aquella noche. Dijo que el fuego le había hablado, y le había mostrado su muerte a manos de mi hermano.”

“Pues debe ser una confusión, o una mera coincidencia. No sería la primera vez que se exagera una historia” dijo Theradiar, “Ya sabes como exagera todo la gente del clan. La deformidad de tu hermano siempre lo hizo parecer culpable de todos los males. No podemos tomar como fiel el testimonio de un par de cuidadores de un viejo sin llevar una investigación antes.”

“Pues he consultado a los espíritus, padre,” interrumpió Terent. “Y me he encontrado testimonios más fidedignos que los de los cuidadores. Me mostraron una visión. Vi a mi hermano haciendo pactos con el enemigo. Un demonio de gran tamaño, hecho de sombra y fuego, que estrechaba su mano cuando mi hermano le ofrecía un corazón aún palpitante en sacrificio. Has de aceptarlo, mi hermano tiene las manos manchadas en sangre. Ya no es bien recibido entre tu gente. Yo mismo no podría verlo a la cara si lo tuviera enfrente. Él ya no es nuestra familia.”

 


SOBRE LOS ORCOS Y EL ESPAÑOL

 

En este inciso he de explicar la pronunciación de los nombres de los orcos. 

Esta es una de las razas más antiguas de El Mundo, de la cual se desprendieron otras razas como los hombres, los trasgos, los gigantes, los trolls y los medianos. Si bien han sufrido algunos cambios a lo largo de su extensa existencia, su raza sigue portando con orgullo sus raíces y sus costumbres, entre las cuales se encuentran sus lenguas. Verá, lector mío, que muchos fonemas que se hablan en nuestra lengua común, no existen en las lenguas orcas, como la /L/ o la /R/, pronunciándose estas de manera muy similar. Así mismo, existen fonemas orcos sin equivalencia en nuestra lengua, como /gs/ que se pronuncia como un intermedio entre la /X/ y la /G/, como una /J/ fuerte seguida por una /S/, como en la palabra Ogsmodiar(el sabio), pronunciándose algo así como o/Js/modiAR. 

También he de aclarar que cuando una H se encuentra al final de una sílaba, precedida por una S, como en el caso de Gáshnur, su correcta pronunciación es Hj. GASHjnur. 

Otro nombre orco cuya pronunciación merece la pena aclarar es Terent (el Fuerte), cuya pronunciación sería TE/lr/ent. 

 

A continuación enumeraré algunos nombres orcos y su correcta pronunciación:

Teradiar: TE/lr/adiar (aquel fuerte como la muerte)

Terent: TE/lr/ent (el fuerte)

Ogsmodiar: o/Js/modiAR (el sabio)

Lao’gosh: LAO~gosh (El de hermoso rostro)

Dretto: d/lr/eT~O (El no vidente)

Anario: ANA/lr/io (hija del cielo estrellado)

Gsaagsio: /Js/a~/Js/IO (el cultivador)

Gáshnur: GASHjnu/lr/ (el quemado/ el maldito)

Gáshum: GASHjum (el que quema/el que maldice) 

Finlandio: este nombre es perfectamente pronunciable por las lenguas orcas, no obstante, es un nombre adquirido de las lenguas comunes, cuyo significado es Finn de la tierra. Su nombre original es un misterio.

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios

Crea tu propia página web con Webador