Capítulo 1: La flor de Ernor

Publicado el 8 de marzo de 2023, 22:34

Sobre las verdes praderas ganaderas, casi al centro del país y lindando con el bosque Zshal Harathuum por el norte, la ruta del valor al oeste, y bosques de sembrado por el este y por el sur, se alza la imponente ciudad azulada del Ducado de Ernor, estoica en todo su esplendor desde su fundación, originada de la descentralización del poder eclesiástico, para aliviar las cortes de Vélorian, hace ya 37 siglos. Desde el inicio, todo aquel que ostentara el apellido Einorth, el mismo que portara el Rey y señor del paso, Álaron Fäeynar Einorth, primero en plantar su bandera sobre la extensión del país, luego de la gran terraformación de Esplwyn, estaba destinado a una grandeza propia de la nobleza élfica. Un chiste muy común entre el pueblo llano dice que cuando uno de dicha estirpe nace, lo hace junto con una cría de banca del senado, que crecerá a su par y luego será ocupada por su gemelo de carne al momento de tomar decisiones. 

Grandes generales y caudillos se han sentido orgullosos del apellido de su magnánimo antepasado, aunque también existieron aquellos que no han hecho más que merecer el trabajo de un editor de la historia que borrara sus nombres de los registros de la ciudad. 

 

Hacía ya un mes que el invierno había terminado, y una enorme multitud de señores y gente con nombre importante se aglutinaba a las puertas del palacio de justicia del ducado, por cuyas escalinatas descendía un joven elfo de cabellos largos rubios atados en media trenza, ojos verdes penetrantes y el mentón tan elevado que podría tranquilamente pasar por una deformidad, vistiendo orgullosamente su armadura de placas y mallas tintada de azul, que se escondía tras el tabardo de la realeza, en una mano llevaba una banda color verde y en la otra el estandarte del juez general. Al fin del descenso de las escalinatas esperaba, ante la ya mencionada turba, un pequeño grupo de guardias que empujaba a los concurrentes para alejarlos de una muchacha que recién terminaba de alcanzar la madurez, y que no hacía más que sonrojarse y concentrar toda la atención en ella. 

La muchacha no era otra que la hija mayor del Duque Fäeryan II de Vélorian, señor de las tierras del este y espada jurada de su primo, Fäeraell, difunto rey de la ciudad de Vélorian. De nombre Neanna, y de sobrenombres tan variados como “Pétalo del cielo”, “La flor de Ernor”, “Amada de los soñadores” o “Más dura de conquistar que una fortaleza llena de dragones gigantes”, aunque para ella, el apodo que más disfrutaba era “Flechazo al corazón”, y no tanto por su facilidad para enamorar a los más variopintos pretendientes, si no más bien por su recuento de flechas lanzadas a un mismo objetivo, a un mismo punto, en tan solo una vuelta del minutero de los relojes, a la fecha unas 60, sin fallar ni uno solo.
El día mencionado acumulaba a todo ese gentío no solo para admirar la belleza y gracia de la muchacha, también era un día de festejo, pues su hermano menor, Nualla, acercaba la banda de Gran mariscal del ejercito de justicia del rey, título con el que se ungía a la marquesa de Ernor que esperaba al final de la escalinata. 

Tras el muchacho, a dos metros del extremo superior de la escalera, se había montado unas gradas lujosas y cómodas para los miembros más influyentes de la corte del ducado, entre quienes se encontraban el mismísimo Duque Fäeryan II, quien a la diestra tenía a su segunda consorte, Rhoanim Uodsud, y a su siniestra a la menor de sus cuatro hijos, Nuanna Platalunar, una joven muchacha, apenas entrada en la adolescencia élfica, de cabello negro como el cielo nocturno, ojos plateados como las estrellas y los rasgos más finos y hermosos, que inclusive algunos afirmaban que la distinguían del resto de la noble familia Einorth. A la derecha del palco, sentado tranquilamente, hecho que aún así no calmaba a los nobles más cercanos, se erguía imponente el oso mascota de la marquesa Neanna, Shahar’Pit Naaz, Zarpitas según su ama, que acompañaba a la muchacha en todas sus labores, desde el momento del nacimiento del úrsido.

La escalera se hacía cada vez más chica a medida que Nualla daba cada paso, lo que en la mente de su hermana duró una eternidad, pero fue un momento efímero en el corazón de la ardida muchedumbre que se agolpaba en el lugar, y que una vez el elfo llegó al fin de su camino y colgó del cuello de la banda de Gran mariscal del ejercito de justicia del rey, se alzó en un grito de ardor y festejo que dejó aturdida a la festejada por unos instantes, antes de disiparse no sin antes bañar de rosas el lugar y dejar un increíble desorden en la puerta del palacio de justicia. 

 

Ocho años habían pasado ya de aquel día cuando Neanna despertó del sueño que le recordaba su nombramiento, una mañana otoñal cuyo cielo gris presagiaba la llegada de una tormenta que regaría los extensos campos y bosques de la región. Se alzó sobre sí misma, aún en la mullida cama, cuando un grito de alguien de la servidumbre, seguido por el estruendo de varias bandejas de plata y vajilla cayendo al suelo y un seco y pesado golpe en la puerta de su habitación captaron su atención, causando que, del giro de su grácil cuello, la totalidad de sus cabellos dorados se le volcaran sobre el rostro. Un segundo después, su oso mascota saltaba sobre la cama, dejando el destrozo que su estampida había causado detrás de sí, y un molesto personal de palacio maldiciendo la feroz capacidad del animal para enterarse de cuando su compañera regresaba al mundo de la vigilia. 

Tirada bajo su oso, sin parar de acariciar el pelaje espeso y pardo de la criatura, la marquesa escuchó el leve golpeteo que una mano repleta de anillos y alhajas producía contra la puerta de madera abierta de par en par, y al mirar encontró la imponente figura de Lord Finlandio Emilini parado en el umbral de la puerta, con una mano reposando sobre su cintura y la otra apoyada sobre el marco de la puerta. La cara del orco, fuertemente maquillada y adornada con falsos lunares sobre los labios pintados de un intenso rojo, denotaba una leve sonrisa que acostumbraba mostrar cada vez que veía el amor que sentía Zarpitas por su amiga y protectora. 

-Es hora de salir de su peludo refugio, mi señora- dijo el orco mientras se acercaba a los pies de la cama. -Su señor padre envía a buscarla. Dice que la espera en media hora, y que vaya vestida para la corte, no para la guerra.- tras lo cual, el señor director de investigaciones del departamento de inteligencia secreta de la corte abandonó la habitación, dejando el pergamino citatorio junto a una de las gigantescas patas traseras del oso. 

La Gran mariscal se incorporó nuevamente, haciendo a su mascota a un lado, y tomó el pergamino, desenrollando la cinta de seda plateada, que caracterizaba una redacción de su hermana menor, del mismo.
“La excelentísima corte del ducado de Ernor cita a los representantes, miembros del jurado y altos mandos de la milicia, a la sala de reuniones del consejo, con fin de tratar temas relacionados a la administración pública, e informar de las más recientes noticias a los nobles miembros del mismo.”

Soltó el pergamino, dejándolo caer al suelo, con un gesto de fastidio en el rostro, y un bufido que sobresaltó al oso, y se paró de la cama, dispuesta a “vestirse para la corte”.

 

Cuando lord Finlandio entró a la sala del consejo, notó que además de los miembros habituales del claustro, había también varios alcaldes de las aldeas bajo el control del ducado, además de un par de miembros del consejo de representantes. El orco tomó asiento en uno de los extremos de la mesa, lugar que habitualmente se le reservaba a él, y no por su cargo en la corte, si no más bien por su tamaño, que superaba en gran medida el ancho de tres elfos robustos.

Los miembros del consejo se impacientaban mientras esperaban que los últimos en llegar tomaran sus puestos en la gran mesa de madera oscura, cuando la Gran mariscal entró por una de las varias puertas del salón, vestida de pies a cabeza con botas de cuero algo gastadas, pantalones rojos que entrelazaban malla de cadenas con burda tela militar, un camisote de mallas fajado a la cintura por un cinto de cuero teñido de rojo, y la capucha de tela y mallas cubriendo su cabellera y parte de su rostro. Antes de sentarse se quitó los guantes de cuero que utilizaba para cazar y se bajó la capucha. Dejó colgada su larga capa negra del respaldo de su silla, y tomó asiento, ante la mirada desaprobatoria del resto del consejo administrativo. Algunos incluso se sobresaltaron cuando el rostro del gran oso pardo se estampó contra el vidrio de una de las ventanas que daban al patio, con el único fin de vigilar a su ama que tanto extrañaba. 

Luego de un largo rato de impaciencia para algunos, se hizo presente el último miembro del consejo, el Duque Fäeryan II en persona, quien tomó asiento a la cabecera de la mesa, no sin antes mirar con gesto de grandeza a cada uno de los grandes señores sentados allí.
El Duque Fäeryan II de Vélorian era un elfo de contextura maciza, alto y corpulento, con un semblante digno de un hombre de su posición. Llevaba sus largos cabellos blanqueados por la edad recogidos en una sola trenza que colgaba largamente sobre su espalda. Sus cejas largas mostraban el color rojizo de su juventud, y sus robustos hombros descansaban ocultos tras una gruesa capa de piel de ciervo plateado. Durante su breve inspección al resto de los convidados, no pudo evitar notar los rostros de sus tres hijos presentes en aquel consejo. En Nualla notó la solemnidad que el marqués heredero solía mostrarle al mundo en cada acto de presencia que hacía a la sociedad, que no eran pocos. En Neanna notó el aburrimiento que le causaban estas reuniones, y se maravilló de que la mayor de sus hijos presentes aún mantuviera su espíritu combativo al ser la única portando armadura en un acto como aquel, y en Nuanna sólo notó el desdén que demostraba ante la vestimenta poco grácil de su hermana. 

 

La reunión transcurrió como era habitual en aquella gran ciudad, con incesantes halagos de los funcionarios al jerarca y sus vástagos, claro, siempre acompañados de alguna petición de fondos para este o aquel dudoso fin, pero todo se tornó un poco más entretenido para nuestra protagonista cuando uno de los señores tomó la palabra sin mucha zalamería, con la mirada seria y un enorme gesto de preocupación en el rostro. Se trataba de Helanob Rhelen, señor alcalde de Plaminor, una aldea del norte
-Hace cosa de un mes que recibo noticias alarmantes de mi gente quejándose de reiterados ataques de trasgos que se acercan a la aldea a saquear y vandalizar los campos. Al comienzo lo dudé, ya que hace años que la comuna trasga más cercana abandonó las prácticas de la barbarie y se estableció al sur, en Bronk’O land, pero ante las insistencias de los ataques, mandé un mensajero a la ciudad de los trasgos, que regresó con más preguntas que respuestas, ya que los señores de esas tierras no parecen tener idea de los orígenes de mi pesar. Ya no se a que medio recurrir para que los ataques cesen, así que me presento hoy aquí para pedir la ayuda de la milicia. Un par de mis exploradores dice que se está formando un enorme asentamiento de trasgos en las costas cercanas del mar del este. 

-Tranquilo, señor Rhelen- dijo Nualla entre risas ahogadas, con un semblante burlón en el rostro- estoy seguro de que los trasgos no representan una verdadera amenaza. Esas criaturas nunca han significado un verdadero problema, más que saquear algunas zanahorias y roer las maderas de las granjas.

¡No estoy hablando de una plaga de conejos!-Gritó el Alcalde de Plaminor, dando un golpe en la mesa con ambas manos, que dejó sin habla al marqués, y perplejo a casi todos los demás miembros del consejo.- ha muerto gente. Hace cuatro días encontraron muerto a un niño. Parecía haber sido atacado por lobos o hienas, pero tenía heridas de flecha en la espalda. Se de buena fuente que los trasgos utilizan grandes caninos como montura. Mi gente tiene miedo.- dijo con voz temblorosa. 

-Tranquilo, Helanob, nos encargaremos de investigar la situación a fondo. Lord Emilini, prepare a sus mejores hombre para esta misión. - habló el Duque, con voz tranquila y suave, claramente intentando calmar los nervios del hombre que su hijo había inquietado. 

-Descuide, mi señor, tengo los nombres indicados en mente- Dijo el orco con gesto picarón.

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Comentarios

Susana
hace 3 años

Quiero leer el capítulo II