El hombre extinto.

Publicado el 17 de marzo de 2024, 17:20

 





Llevaba varias noches encerrado en mi cápsula habitacional, inmerso en la exploración de unas piezas desenterradas del predio de excavación de Lah’Platar, situado al sur del continente, en las ruinas de Argentum Patriae, al sur de Australis Aztlan. La expedición buscaba investigar sobre el hombre extinto, el Homo Argentum, subespecie del homo sapiens sapiens y parcialmente responsable de la extinción de la humanidad en la superficie del planeta. Una tormenta de escombros azotaba el sitio de exploración y no me permitía salir del recinto.

El grupo de trabajo se componía de unas veinte personas, entre las que nos encontrábamos yo, Jefe de Seguridad del grupo de exploración; el Comandante Diriri Delicioso, Doctor en Ciencias Naturales, especialista en Exoantropología forense y líder de la operación; El Profesor Zyxeel Kwisa, Doctor en Exopaleogeología; el Ingeniero Luigi Sipirilí, especializado en ingeniería mecánica, y encargado del mantenimiento de las máquinas de excavación; Maxork Piernizamón, magnate del mundo del arte, aficionado al arte antiguo de la era posmoderna antigua, y uno de los principales inversionistas de la expedición; El Maestro Nihuri Delicioso, magister experto en traducción de textos antiguos, especializado en Argentumnian, y hermano menor de Diriri Delicioso; el Juez Tobini Jerúsalem, primo de los Delicioso, antropólogo social y juez de la gloriosa nación de Neo Soleria III, en el sector 3 de Marte; y Evo Letoram, Doctor en Farmacéutica y encargado de la sanidad del grupo de expedición. 

Volviendo a la tormenta, aquellos fenómenos meteorológicos eran comunes en la superficie del planeta, Terra, desde que, hacia el final de la tercera gran guerra, una explosión causada por un bombardero estadounidense de las fuerzas del Eje, que tuvo como epicentro el monte Aconcagua, al oeste de Argentum Patriae, donde se refugiaba el entonces presidente del país, luego de causar un conflicto diplomático al insultar al presidente de la N.U.R.R.C., a través de un medio de comunicación arcaico llamado Xuitter. Todo esto ocurrió hace aproximadamente unos ochocientos años, pero aquella explosión fue tan grande, que toda la cordillera de la que formaba parte aquella montaña voló por los aires, llenando la atmósfera de fragmentos de roca, plata, niquel y uranio. Del cráter causado por la explosión, surgieron una serie de criaturas desconocidas hasta el momento, ahora llamadas Platelmintigrados Tyranoides, hermafroditas, de dos metros y medio de altura, capaces de regenerar cualquier extremidad de su cuerpo, incluso llegando al punto de poder crear a dos individuos a partir de uno solo. Su estructura general era la de un enorme oso de ocho patas, con una cabeza en forma de flecha afilada y con largos y finos tentáculos musculosos, similares a los de una medusa, que podían estirarse hasta unos cinco metros de largo, llenos de nódulos de dardos venenosos. Estas criaturas iniciaron una nueva guerra contra los Falkguu, quienes al verse al borde de la extinción, rogaron a los Felionar por ayuda, los cuales les recriminaron por los largos siglos de ostracismo y genocidio, para luego llevarse a parte de la humanidad, nuestros ancestros, para morar en nuestro nuevo planeta, el glorioso Marte. 

Aquella tormenta me obligó a encerrarme en mi cápsula habitacional por aproximadamente tres días y sus noches, tiempo que aproveché para curiosear un antiguo artefacto hecho de celulosa y tintas. Según Nihuri, esa cosa se llamaba Libro, y por lo que logró descifrar, en la parte frontal decía “Cuentos de un ebrio asqueroso”. Por lo que entendí, esa cosa servía para narrar historias, de la misma manera que hago yo al escribir en mi Plogazupo en este momento. 

Mientras admiraba aquel extraño artefacto, logré escuchar un sonido extraño por detrás de los ruidos que hacían los escombros que golpeaban constantemente las paredes de la cápsula, sonido al que ya me había acostumbrado para ese momento. Aquel nuevo sonido era extraño. Tampoco sonaba como el rugido de un Platelmintigrado, ni como el disparo de un arma, ni como el gemido de un Sagampón, ni como el sonido que hace un higrapón al masticar el acero, era más como un lamento ahogado. Luego de distraerme un rato con aquel sonido, volví a la admiración del artefacto hasta que me dio tanto sueño que me dormí en el reducto hipnótico de mi cápsula. 

La lluvia de escombros tardó dos días más en parar y un tercer día en que el ambiente dejara de ser una amenaza para la vida. Aquel sonido extraño volvió a ser escuchado las tres noches consecuentes. En cuánto pude salir de la cápsula, le consulté a Evo si lo había escuchado, y aparentemente todos lo hicieron. Nadie sabía bien qué era aquel sonido, y las cámaras de seguridad exteriores de las cápsulas, que estaban dispuestas en un círculo alrededor del campamento, en cuyo centro estaba el transbordador central de la expedición, no habían registrado nada en absoluto, aparte de los golpes de los escombros y de una estampida de sagampones glómbicos que esquivó por poco la cerca de positrones que rodeaba los recintos. 

Caminé por el campamento, entrevistando a todos los hombres, y todos coincidían en la misma historia. “Escuché el sonido pero nada más.” Por lo tanto, llamé a dos cadetes, Eduardo y Samuel, y les ordené que me ayudaran a remover los escombros que habían quedado dispersos por el predio, limpiar las cercas y remover los restos de carne de criatura que dejaron los vientos sanguinolentos, otro fenómeno meteorológico que solía acompañar a las tormentas de escombros, generado por los cadáveres destrozados por los violentos escombros, que eran arrastrados por el viento y los cascotes y dejaban todo hecho un asco. Estos cadáveres eran producto de la tormenta de escombros encontrándose con rebaños de Salchinugllas Pasiniflas o pelotudeces de sagampones glómbicos (conjunto de sagampones glómbicos), o grupos similares de bestias de las ruinas. 

Mientras pasábamos por entre el barro y escombros, Samuel llamó mi atención alrededor de lo que parecía un cadáver a medio devorar por un Togibobo. Aquella cosa parecía humanoide, aunque donde deberían estar sus piernas había solo jirones de carne purulenta, y porque le faltaba media caja toráxica. No obstante, la carne del desgraciado seguía relativamente en buen estado, y su olor no era tan nauseabundo. ¿Un humanoide en Terra? Pensé. Aquello era tan extraño como fascinante. Considerando la diferencia temporal entre el glorioso marte y el planeta Terra, este cadáver era de un visitante o llevaba al menos mil seiscientos años y un poquito más en este estado. Le ordené a los cadetes que me auxiliaran y llevamos al finado a rastras al campamento. Sorprendentemente, aquella cosa aguantó ser arrastrada por más de dos kilómetros sin deshacerse del todo. Al principio no lo notamos, pues los guantes de nuestros trajes de contención eran gruesos y duros, pero la temperatura de aquella cosa era altísima. Lo notamos cuando entramos al cubículo de análisis bioquímico del Dr. Etoram, porque el farmacéutico entró al reducto sin protección, al tiempo que los cadetes y yo lo abandonamos. Tal vez el hombre estuviera loco, pero sus métodos de investigación eran efectivos. El doctor comenzó a tomar notas y a tomar imágenes con su plogazupo, gritando sandeces de maravillas y eurekas, para luego llamarme al grito de “¡ESTÁ VIVO, ESTÁ VIVO!”. Entré espantado al cubículo y encontré al científico tirado en un rincón, con una mueca de  horror en el rostro, manchas marrones e iridiscentes en la bata y gritando la misma frase una y otra vez. El cadáver seguía muerto en la mesa de investigación, con una cánula atravesándole la garganta y parte de su piel hirviente derritiéndose sobre la camilla de metal. 

Tomé una máscara de protección de un aparador y un par de guantes, me acerqué al armatoste metálico e inspeccioné la escena. Aquella cosa estaba… muerta. No había signo alguno de vida, respiración, o siquiera movimiento más allá de los goteantes trozos de carne derretida que se resbalaban de la mesa. Llamé a Eduardo y le pedí que sacara al doctor de la habitación, y al tiempo de verme sacar mi fusil gazapulo el hombre se soltó del agarre del muchacho, tirándolo al suelo, y se abalanzó sobre mi, cambiando su discurso para insultarme, mientras intentaba arrebatarme el arma. “¡Aléjese de mi, hombre loco!” le grité mientras forcejeaba por el fusil intentando que no se disparase por los movimientos. “¡No, bestia inmunda! No puedo permitir que destruya esta maravilla de la biología. ¿Acaso no quiere descubrir cómo es que esta criatura se mantuvo viva durante todo este tiempo?” respondió el desquiciado. “¿Viva? ¿Qué no ve que esta… cosa no es más que un cúmulo de podredumbre y desperdicios? Por lo que sabemos puede ser simplemente producto de la Tormenta Sanguinolenta, ¡una mezcla de distintos cadáveres que por azar del destino terminaron uniéndose en la parodia de un cuerpo humanoide!” Respondí. “¿Aghodia? ¡U ieha he aah aghodia!” interrumpió el cadáver desde la mesa. “No puedo creer que usté sea tan incensa… ¿Cómo?” dijo el doctor. “¿Qué?” escupí yo. “¡GAAAH!” gritó Eduardo mientras señalaba al cadáver que ahora intentaba incorporarse con solo un brazo y sin piernas, medio cuerpo mutilado y el otro derritiéndose. 

“Ugho ho uehe ehcanhar eh pah ni ahuke eh uhdo he ahave” dijo aquella abominación cuando finalmente se dió por vencido de intentar incorporarse. Intentó acomodarse la mandíbula, pero falló.“Hehuehahe ah honhe he ehcothrahon, ho hahoh" volvió a… decir.

El doctor Letoram estaba con la mandíbula y la vista desencajada, al igual que yo que no podía comprender lo que pasaba. Eduardo seguía gritando y apuntando. 

Aquella cosa se dejó caer en la camilla, con lo que podría ser su brazo intentó arrancar la cánula de su garganta, pero por la falta de fuerzas, y musculatura funcional, no pudo. Los presentes nos quedamos estáticos en nuestro asombro mientras aquella cosa comenzaba a hacer ademanes con su extremidad y balbuceaba cosas tan ininteligibles que ni siquiera puedo intentar emular con las limitaciones del plogazupo. Poco tiempo después, entraron a la habitación el Comandante Diriri, el juez Tobini y el magister Nihuri, escoltados por samuel, que aparentemente fue a buscar a las autoridades al escuchar los gritos. Los tres se quedaron tan impresionados al ver al cadáver como nosotros, momento que aproveché para arrebatarle el arma al doctor y apunté a aquella cosa. Evo salió de su asombro y se interpuso entre el fusil y el cadáver. “¡No puedo permitirlo!” gritó el científico nuevamente, mientras extendía los brazos, con la intención de detener la bala de plasma gazápulo calcinante, lo cual era tan estúpido como querer defender a un muerto viviente. 

“Eheo, Ohtoh, ahl veh hueha ehhaghhah hi he hihpaha.” dijo la porquería parlante. 

El magister Nihuri se acercó a nosotros, agarrando una máscara y guantes en el camino, con los que se protegió. Con una mirada de fascinación en el rostro, comenzó a hablarle a aquel adefesio parlante. “¿Que te dispare? ¿Descansar? ¿No se supone que la muerte da descanso a las almas?” dijo. El aberrante contestó “He hupoghia he hi, peho aha he hieghen, inhieto, ahuhe hueho, high hiehghas y hedio pohiho.” entonces Nuhuri tomó su fusil gazápulo y sin dudar le disparó a aquella cosa, que se desintegró en el acto. 

A Evo casi se le salen los ojos mientras le gritaba al magister Nihuri, a lo que el comandante respondió con el disparo de un dardo tranquilizante que desmayó al hombre de ciencia en un instante. “No quiero que nadie hable de esto. El doctor tuvo un brote psicótico por el horror de la Tormenta Sanguinolenta, y si los demás hombres se enteran que el encargado de su buena salud ha perdido la cabeza, tal vez haya caos. ¿Entendido?”. Todos asentimos. 

 

Aquella noche, mientras me internaba en el cubículo hipnótico, escuché un alarido de horror venir del cubículo del magister Nihuri. Corrí al sitio y me encontré con el Doctor bañado en sangre, con los ojos arrancados descansando en las palmas de sus manos y su columna vertebral saliendole por la boca. Eduardo estaba disperso por toda la habitación y los restos de Samuel decoraban el techo. El menor de los Deliciosos estaba arrodillado en el suelo, con la mirada desencajada y señalando un mensaje escrito en la pared con los restos de los cadetes.

“¡¿Qué pasó?!” grité. 

“El mensaje. La pared. Argentumnian. Dice: No, el disparo tampoco me ayudó a descansar.”




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Comentarios

Susana
hace 2 años

Me encantó