Corrían los mediados del otoño de algún año de la década de los sesentas, cuando mi madre viajó a Italia para visitar a mi hermana, que había escapado de una dolida Argentina, herida en el costado derecho por la brutal mano de un demonio llamado Juan Carlos.
Yo, como siempre que ella viajaba, me comprometí a cuidar su casa, cuidar a sus cinco gatos y a evitar volarme el cerebro a la primera de cambios, cosa que se dificultaba por mi antecedente de alcoholismo y mis problemas habituales para conciliar el sueño, por lo que en las mañanas, antes de ir a la oficina, y por las cansadas tardes luego de salir de ella, pasaba por la residencia a cumplir la labor. El edificio era una antigua construcción erigida por mi bisabuelo, hijo de un pirata italiano que escapó de Sicilia cuando el estado comenzó a ambicionar su cabeza. Construyó la casa con sus propias manos, y la ayuda de su hermano, a quién después mató y escondió bajo unas tablas en el quincho del patio. Unos cuantos años más tarde, el hombre fue asesinado por el ex esposo turco de su hija, quien intentado recuperar a la mujer y a la cría que tenían, se presentó en una reunión dominical familiar a amenazar con suicidarse, fallando miserablemente cuando se le escapó un tiro del revolver que impactó entre las costillas del lado izquierdo del viejo al que consideraba su mejor amigo. Hamza terminó preso, para luego aparecer suicidado en curiosas circunstancias, cuando se enteró que su ex esposa ahora era la pareja del comisario a cargo de la prisión donde estaba recluso.
Como sea, la casa era vieja. Tendría unos cien años en esa época, y como tal, era un lugar húmedo y frío, con techos altísimos y ruidos extraños por todos lados. Las cañerías eran tan viejas como la casa, y las paredes amenazaban con desintegrarse en arena con cada lluvia. Aún así, el lugar era muy bonito y acogedor, y la presencia de los cinco mininos hacía que uno no se sintiera tan solo en aquel sitio. Adicionalmente, la casa conectaba por el fondo con la casa abandonada de mi abuela, donde ella habitaba hasta su muerte hacía unos dos años. Desde entonces, la casa solo era ocupada ocasionalmente por los gatos, las cucarachas y unas avispas enormes que habían hecho su nido en uno de los techos del quincho donde había muerto mi abuelo, al sufrir un infarto, luego de, según él, haber visto una sombra ajena que lo saludaba desde el lugar donde su padre había muerto años atrás. Vigilar aquel lugar también era parte de mi trabajo, aunque la soledad y senectud de aquella casa me daban tanta impresión que generalmente evitaba ir, aunque de vez en cuando mi sentido del deber ganaba la puja y me forzaba a dar un rondín, en el que generalmente forzaba a un gato a acompañarme.
Contado el extenso resumen de una historia aún más extensa, he de dedicarme a lo que nos compete en esta ocasión, y narrar lo que sucedió aquella vez que mi madre viajó a visitar a mi hermana, a mediados de los tristes años sesentas.
Los primeros días todo marchaba en orden, pero más o menos el cuarto día, noté algo extraño. Las ventanas de la casa normalmente estaban cerradas y ocultas por las pesadas cortinas de lana espesa, tejidas por mi madre, a excepción de la ventana de la cocina, que, guardada por una recia reja de hierro, como todo el resto de las ventanas de la casa, fungía como entrada y salida para que los animales hicieran sus vidas en los techos y el patio, pero durmieran y comieran al resguardo de la casa. Aquel día, cayendo ya el velo de la noche, cuando llegué, encontré a José, uno de los gatos, entrando por la ventana del comedor, que no solo estaba abierta, si no que la cortina estaba corrida y atada en un nudo como los que solía hacer mi madre cuando procuraba que la luz del sol le hiciera compañía. Como respuesta, mi mente comenzó a recapitular si aquella mañana había abierto la ventana por algún motivo, pero el día había sido lluvioso y no encontré motivos para haberlo hecho. entonces comencé a revisar toda la casa en busca de algún intruso que hubiera podido entrar por entre los barrotes de las rejas, algún faltante de la decoración de la habitación que alguien hubiera podido entrar a robar, algún agujero en las paredes de la casa que permitiera el ingreso de algún indecente, o alguna puerta que hubiera quedado abierta a la mañana, más la seguridad de la vivienda estaba intacta como siempre y no encontré explicación a aquel arreglo en la cortina. Como broma para mi mismo, miré a José, que me devolvía una alegre mirada desde junto a su plato de comida, me dije que él había corrido la cortina y procedí a cumplir con los reclamos del minino.
El día siguiente me encontró con el tanque de agua de mi casa vacío, por lo que opté por ir a bañarme a la casa que cuidaba. Al llegar, bromeando conmigo mismo, me planteé la posibilidad de encontrarme con algún intruso al abrir la pesada puerta de madera guarecida tras una reja de hierro y la gruesa celosía que separaban la casa del exterior, más cuando estuve por abrirla, dudé por unos segundos, temiendo que la broma se convirtiera en realidad. Cuando finalmente reuní el valor, entré en la casa, para encontrarme con el rechoncho Francisco, hermano de José, que me recibía echado panza arriba en el suelo, dando vueltas alegres al ver al humano que le daría de comer. Levanté al obeso gatito en brazos, y noté que el minino olía a una desagradable mezcla de aromas, como huele un borracho luego de una noche de juerga, a tabaco y vómito. Su pelaje estaba suave y seco, por lo que descarté la idea de que algún hombre de mal vivir lo hubiera atacado, pero aún así me hice el tiempo para bañar al animal, recibiendo una sarta de mordidas y arañazos de descontento, que dejaron cicatrices que hasta el día de hoy lucen mis brazos. Al terminar la labor, noté que desde el umbral de la puerta de ingreso a la cocina, donde estaba bañando al gato, me miraban los curiosos José, Julia y Antonio, y pude jurar que aquellos animales me estaban juzgando en silencio mientras torturaba a su pariente. Luego de secar el gordo pelaje del gatito, rellené sus platos de comida y noté que la quinta mascota, Gaia, una gata de pelo largo negro y los ojos amarillos más penetrantes, no aparecía por ningún lado. Ella disfrutaba de pasar los días tomando el sol en el techo de la casa, por lo que resté importancia al asunto, y procedí a vendarme los brazos, que no paraban de sangrar por los arañazos del baño.
Dos días después, el tanque de agua de mi casa volvió a traicionarme, por lo que de nuevo tuve que depender de la casa de mi madre. Desde que lo bañé, Francisco no quería acercarse a mi, por lo que cada vez que abría la puerta, el animal corría a esconderse temiendo otro ataque sanitario. Así que aquel día quien me recibió fue Julia, la más vieja de las mascotas, que lucía unos flamantes 20 años de vida y una sordera digna del más famoso de los perros San Bernardo, por lo que cada vez que sentía movimiento, comenzaba a gritar como un alma en pena que anuncia la perdición, eso hasta que alguien la alzaba o le daban de comer. Pero la gata no me recibió esperándome en la puerta o algún lugar de fácil visibilidad, no. Cuando entré a la silenciosa casa, escuché el alarido del animal y di un brinco por el sobresalto. La gata estaba escondida bajo un mueble, y al sentir que entré a la habitación, salió sigilosamente y gritó desde mi espalda para saludarme. Luego del susto, alcé a la anciana bestia y la llevé cargada al hombro mientras revisaba que todo en la casa estuviera en orden, pero algo nos llamó la atención. Al entrar a una de las habitaciones, donde antes de independizarme dormía, encontré un cigarrillo de tabaco a medio fumar tirado en el sueño. Seguía tibio al tacto, y se me prendieron todas las alarmas. Mientras revisaba el hallazgo, Francisco saltó de sopetón desde su escondite bajo la cama, y corrió fuera de la habitación. Por unos segundos, mi mente sugirió que aquel cigarrillo podría haber sido fumado por el animal, pero rápidamente entendí que aquello era una idiotez y comencé de nuevo a buscar signos de algún ingreso no autorizado a la residencia. Nada. La casa estaba impoluta, a excepción de un desgraciamiento de alguno de los gatos en el centro del comedor, que tuve que levantar una vez que se hubo secado. Volví a la colilla del cigarrillo que había apoyado sobre la mesa mientras revisaba. Ya se había enfriado, y al revisarlo con más detenimiento, noté que eran de la misma marca que solía fumar mi difunta abuela. Una inspección más detenida me hizo notar pequeñas marcas de lápiz labial en el filtro del pituto, justo como quedaban los tubitos de cáncer luego de que la finada terminara con ellos, pero no solo eso, ya que también tenía unas marquitas punzantes, lo cual pudo sugerirme que el gato había encontrado la colilla en las ruinas de la casa de mi abuela, siendo tal vez uno de los últimos que ella haya fumado, y lo arrastró hasta la habitación y lo usó como juguete hasta que mi llegada lo interrumpió. Esta idea era bastante sólida, salvo por un pequeño detalle, la puerta de esa habitación solía estar cerrada para evitar que los animales entraran a hacer sus destrozos en ella.
Esa tarde, al regresar del trabajo, noté que tanto Gaia como Antonio no aparecían por ningún lado. El día volvía a estar lluvioso y oscuro, lo cual generalmente los empujaba a guarecerse dentro de la casa, por lo que me dediqué a buscarlos, pero no hubo éxito. Entonces me armé de valor, una linterna y de Julia, quien se posó sobre mi hombro cual loro de pirata, y, guarecidos bajo la parra que tapaba el camino entre la casa y la de mi abuela, fuimos a buscar a los fugitivos.
Como siempre, aquel lugar oscuro y silencioso me crispó los pelos de la nuca, y curiosamente, incluso la anciana gata se notaba nerviosa. Pese al miedo, rondé por la casa sin éxito, buscando a los felinos, y cuando estaba por irme, me alarmó un sonido fuerte, como de algo cayendo contra la puerta de vidrio que recibía a los visitantes. Al ir a revisar, vi que lo que se había estampado contra la puerta era el cadáver a medio devorar de un pájaro. También, al otro lado de la puerta, sobre la medianera que separaba los terrenos con los del vecino, los vi a Antonio, Gaia y los dos mejores amigos del primero, Pequeño y Cachetón, los gatos del vecino, que miraban en mi dirección, bajo el velo de llovizna, recortando sus siniestras siluetas contra el cielo gris oscurecido por los comienzos de la noche más urania. Los cuatro gatos, sentados sobre el filo de la pared, me miraban fijamente, con los ojos entrecerrados para esquivar las gotas, lo que dotaba sus miradas con el tono sombrío del enojo. Entonces comencé a llamar a los mininos, silbando, mientras con mis brazos hacía de paraguas para evitar que la ancianita se mojara. Los animales entonces se desbandaron, bajando los propios por un lado, y los ajenos por el otro. Luego de un rápido regaño y una extensa sesión de toallas, los gatitos quedaron secos y esponjados, mientras yo cansado y húmedo, emprendí la retirada a mi hogar.
Al día siguiente volví a la casa para cumplir el deber, pero al cruzar la puerta fui atacado nuevamente por aquella peste hedionda a tabaco y vómito. Busqué por todos lados la fuente del olor, pero lo único que encontré fue a Francisco, que caminaba con el paso tambaleante de un borracho en dirección a la cocina. Seguí al minino sigilosamente, y vi que se dirigía al cuenco de agua y comenzó una muy larga sesión de hidratación, para luego sentarse a la vera de su plato vacío y dedicarme la mirada más cansada, y un maullido ronco y gutural, exigiendo alimentos. Alcé al animal para comprobar si el olor nuevamente salía de él, y confirmé que sí. Mientras me comenzaban a doler las heridas del último baño, vi entrar por la ventana a Gaia y Antonio, y por la puerta a José y Julia. Los cuatro gatos se quedaron muy quietos viendo cómo sostenía al quinto, rodeándome. Llegué a pensar que aquello parecía la reunión de una familia preocupada por el alcoholismo de uno de sus miembros, y entonces se me encendió una lamparita en la cabeza. Corrí al quincho de la casa, abrí la cerradura de la puertita que llevaba al sótano, donde mi madre solía almacenar las botellas de vino caseras, los chacinados en curación y los alimentos secos que stockeaba preventivamente, y allí me encontré con una escena quijotesca de botellas abiertas a medio tomar, bondiolas masticadas y charcos de vómito aislados. En un rincón, junto a una baldosa arrancada, encontré algo que parecía un pozo hecho por un animal, que rápidamente doblaba por la siguiente baldosa y se perdía en la oscuridad. No me atreví a meter la mano para ver si encontraba al responsable, pero rápidamente até cabos y entendí lo que estaba pasando. Francisco había estado teniendo una bacanal nocturna.
Volví a la cocina para encontrarme a los cinco gatos con miradas juzgonas, expectantes del humano que no les había servido su comida. Levanté a Francisco para regañarlo, y entonces noté que el animal no era la fuente de aquella peste, si no un rastro de vómito que se le apelmazaba sobre el lomo, y volví a atar cabos, dándome cuenta que su boca no tenía el tamaño necesario para dejar aquellas marcas de mordida en las carnes secas que colgaban del techo, y me di cuenta de lo ridículo que sonaba que un gato diera saltos hasta el techo para robar la comida colgada, y mucho menos habría podido descorchar las botellas de vino. Y tampoco comprendía cómo había logrado abrir la puerta del sótano que solía estar cerrada con llave.
Volví a someter al animal a la tortura sanitaria y al salir de la casa, mientras me acomodaba las vendas que cubrían los rastros del baño, me encontré con Mirtha, la vecina, dueña de Pequeño y Cachetón, que me miró con un gesto despectivo y me preguntó si me encontraba bien. Que a la noche me vio haciendo un papelón al salir borracho de la casa gritando, bañado en vómito y con manchas de tierra en las manos y las mangas de la camisa. Que me vio salir mientras discutía con alguien que no vio, pero que oyó que contestaba “Cuando vuelvas te espero para tomar un café con el abuelo”.
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