La historia me encuentra en un viaje de fin de curso de la escuela, tenía unos 14 o 15 años en esa época, y aún no me había dedicado a sentarme a existir y poco más, todavía tenía el vigor de la juventud en los músculos.
Resulta que aquella mañana el coordinador de la clase nos llevó de viaje a caminar por el campo de las sierras de Tandil. Parte del programa era una travesía por las lomas y los bosques verdes y áridos de la sierra, actividad optativa por la peligrosidad y el requisito de saber andar en bicicleta. Yo, al haber sido educado en las artes del ciclismo desde temprana edad, me presté voluntario a la gesta.
El viaje que comenzó en un grupo de unas 20 personas, rápidamente me dejó solo en un camino de tierra seca y polvo gris. Por mi temerosidad innata, navegué entre las olas de polvo con cautela y equipado con un casco, rodilleras y coderas, amen de una mochila donde llevaba un par de botellas de agua, mis medicamentos para el asma y algunas otras cosas que realmente no eran necesarias, más mi paranoia y fantasía me obligó a portar, como linternas, cortaplumas y cosas de supervivencia del estilo.
Entonces ahí iba yo, disecándome por el sol del mediodía y más o menos media hora de pedalear solo. Los labios imploraban agua y los músculos comenzaban a gritar de cansancio, cuando llegué a la cima de una lomita de la sierra, que me dediqué a subir tranquilamente. Al arribar, tomé la decisión de darle un descanso a mis cansadas extremidades de adolescente perezoso, frenando el vehículo a un costado del camino, a vistas de un paisaje verde y soleado. Cuando me hube hecho con la botella de agua que ya estaba caliente, di un sorbo y casi me ahogo al escuchar el grito desesperado de una niña que se acababa de dar cuenta que la loma terminaba donde empezaba el descenso de la misma, y se desparramó por todo el suelo decorado con tierra, filosas piedras y, ahora, la sangre de una muchacha que no sabía medir las distancias. Así quedaba una muy lastimada Beatriz en el suelo de la sierra.
Naturalmente me bajé de la bicicleta y la auxilié, limpiando sus heridas con el contenido dudosamente sanitario de mi botella de agua caliente. La levanté del piso, ayudandola a pararse y la senté en mi bicicleta, idea que se mostró errada cuando, al soltarla para recoger sus cosas, se cayó de mi bicicleta dándose un nuevo golpe en la nuca. En estado de pánico, le indiqué que se quedara quieta en el suelo mientras juntaba sus pertenencias, para luego dejar su bicicleta ahí tirada y llevarla montada en mi vehiculo mientras yo empujaba y cargaba con sus cosas.
Luego de bajar la colina con mucho esfuerzo, nos encontramos con un matorral de árboles y plantas que cortaba el camino, y al pasar por debajo de las primeras ramas, nos encontramos con Leopoldo tirado en el suelo, un chico gordo y torpe que normalmente era visto como alguien sensato. Luego del pánico inicial en el que lo reconocí como muerto, Beatriz me dijo que el chico aún respiraba, por lo que la bajé de la bicicleta, la senté en el suelo, y corrí a auxiliar al infortunado muchacho. De nuevo, mi botella de agua caliente brilló entre las ramas ensangrentadas, y luego de despertar al chico, logré que se arrastrara hasta donde estaba Beatriz, para encontrar que a su lado había otro herido que salía escupiendo sangre de entre las ramas. Ramiro rengueaba y se mantenía en pie ayudado por una rama que había arrancado de un árbol cuando su bicicleta lo estampó contra el mismo.
Ramiro nunca me cayó bien, y no puedo negar que pensé en dejarlo ahí tirado, pero el sentido de la moral y el hecho de que había otros testigos me empujaron a compartirle la poca agua que me quedaba en el recipiente. Cabe aclarar que ni Leopoldo, ni Ramiro, ni Beatriz habían llevado elementos de protección, por lo que era entendible que tuvieran tantas heridas. Es más, Ramiro se había burlado de mi equipamiento antes de empezar el viaje.
Los sangrados apremiaban la situación, puesto que Leopoldo no paraba de bañar el piso con ellos. Se me ocurrió la brillante idea de dejar a los heridos atrás para poder pedir ayuda, pero al no saber bien donde estabamos, habría sido igual a dejarlos abandonados a su suerte, por lo que opté por un nuevo acercamiento al asunto. Monté a leopoldo en la bicicleta y a Beatriz a mi espalda. La chica era más bien bajita y de poco peso, así que no debía ser tan mala idea. A Ramiro lo hice caminar ayudado por su palo, y me dispuse a empujar la bicicleta.
Resulta no ser tan fácil empujar una bicicleta con 140 kilos de peso ajeno, mientras se carga a otra persona de unos 40 kilos en la espalda, con el aire a cuarenta grados y se escuchan los quejidos lamentables de una lamentable criatura tan insensata como insoportable. Luego de unos trescientos metros metros de agonía, llegamos a otro grupo de plantas, ya casi sin aliento y masticando mis pulmones, agradecí encontrarme con un grupo de personas guarecidas a la sombra de las plantas ensangrentadas. Allí encontré a Valeriano tirado en el piso, con un enorme tajo embarrado en la frente, Carlota lo abanicaba con una rama que se iba llenando lentamente con la sangre que manaba del corte que tenía la chica en un hombro. Con ellos estaban Margarita y Verónica, que le frenaban el sangrado a Victor, el profesor, que se había clavado un pedazo de fierro de los restos de su bicicleta que ahora no era más que un amasijo de metal y goma.
Al verme llegar, el grupo me informó que ya había ayuda en camino. Al escuchar eso, senté a Beatriz en una roca, apoyé a Leopoldo contra un árbol, compartí lo que me quedaba de agua a los nuevos heridos, y me desmayé mientras me reía de Ramiro que aún se arrastraba con su palo.
Una hora después desperté en una tienda de campaña. Resulta que me desmayé por la deshidratación y el esfuerzo. El profesor Alejandro me felicitó porque escuchó que ayudé a salvar a algunos compañeros, incluso Ramiro habló de mi heroicidad. El tipo era tan tonto que no se dio cuenta que no quería ayudarlo.
Beatriz se había roto ambos tobillos, por eso no podía mantenerse en pie. Leopoldo tenía una contusión severa en el cráneo, y Ramiro solo tenía raspadas las rodillas y un corte en el labio. Valeriano y el profesor Victor se habían desmayado por la pérdida de sangre que les causaron los cortes, y las demás chicas también recibieron la atención necesaria.
La mayoría de los heridos tuvieron que volver antes a la ciudad de La Plata, salvo Ramiro, aunque él insistía en tener algo roto. A mi me felicitó el grupo entero y me regalaron una docena de facturas.
El resto del viaje fue aburrido y poco memorable, pero esas facturas estaban bastante buenas.
Hola. Esta historia está basada en hechos reales, aunque en realidad nunca me dieron facturas. Es más, el profesor me retó por ponerme en riesgo. En fin, colegios católicos en los 2000.
Dejame tu opinión :D
Añadir comentario
Comentarios