De lluvias, muchachas y piedras

Publicado el 22 de julio de 2023, 4:45

De lluvias, muchachas y piedras.





Corrían los tristes años ochenta en una Argentina que no sabía para donde disparar, yo tenía unos 23 años de edad, trabajaba en una dependencia policial como cadete y vivía solo en un departamento en el centro de la ciudad de Puntociego. Estudiaba la carrera de biología  en la universidad nacional. 

Esa tarde, en el buffet de la facultad, me tomé un rato para tomar unos mates y jugar a las cartas con mi amigo Ricardo. Se trataba de un muchacho dos años mayor que yo que cursaba de una manera mucho más exitosa la carrera de licenciatura en antropología, de cabellos largos rubios y una mirada tan cerrada que los desconocidos confundían con el desprecio más asqueroso. Se encontraba tomando un café leyendo el diario La Capital, muy concentrado en alguna noticia de aquella actualidad. Me senté a su lado en la mesita destartalada y mocha sin decir palabra alguna, y saqué el termo de mi maletín, el mate y el frasquito de yerba con el que esperaba convidar a quien me esperaba. Mientras preparaba la infusión, aquel sujeto dio un golpe de puño a la mesa que casi regó de verde todo el lugar, para luego mirarme a los ojos y decir “No puedo creerlo, al fin lo encontraron”

El joven se levantó de súbito, y esquivando mi mirada desaprobatoria me dejó solo, intentando recoger las hojitas de mate de la mesa. Curioso lo vi alejarse, aunque para ser sincero, mis ojos desviaron su objetivo con cierta rapidez, al ver entrar en la sala a una muchacha de cabellos rojizos, alta, muy bonita y ojos esmeralda que me distrajeron por unos buenos segundos. Cuando aquella muchacha tomó asiento a tres mesas de distancia, recordé que mi amigo había salido casi corriendo y volví a buscarlo, sin éxito, en aquella habitación. 

Mientras me debatía si acercarme a la mesa de aquella chica solitaria a ofrecerle un mate y conversar, escuché un fuerte ruido de metales estrellándose, y me distraje viendo el choque que acababa de ocurrir en el estacionamiento, pero para cuando volví a pensar en aquella muchacha, me encontré de nuevo solo en aquella fría y triste sala, exceptuando por otra señorita menos agraciada, más bajita y con ojos saltones que atendía detrás de aquella barra de madera mal pintada de blanco. Continué con el ritual criollo en soledad, mientras esperaba que mi acompañante o aquella chica volvieran a la habitación, y entonces noté que Ricardo se había dejado su maleta y una cuenta de café con medialunas sin pagar. Me tomé el termo entero, me pedí un tostado, rellené mi termo y, dándome por vencido, recogí el equipaje de mi amigo, pagué sus cuentas y las mías y salí al frío, ventoso y algo nublado patio verde de la facultad. 

Luego de un rato de caminar, llegué al anfiteatro abierto del recinto universitario y me senté en las gradas de ladrillo y piedra que apuntaban hacia el centro, esperando que por algún milagro, coincidencia o designio del ángel de lo raro pudiera encontrarme con mi amigo, la muchacha o alguno de los perros que moraban en los patios para hacerme un poco de compañía mientras esperaba que mi próxima clase empezara, pero solo logré encontrarme con una llovizna pasajera que alcanzó a empaparme entero. 

Huí hacia las galerías de la facultad para resguardarme de la tormenta que como vino, se fué. Me acerqué al pabellón del centro de estudiantes a pedir una toalla para secarme, y luego de enfrentar miradas jocosas y algunas risitas desagradables, conseguí secarme aunque fuera la cabeza. Seguí esperando en vano a que algún acompañante se me sumara, y pasado el rato se hizo hora de ingresar a la clase de botánica que tanto me agobiaba. 

Las tres horas que duraba la clase pasaron lentas y tediosas, y al salir me encontré con la noche nublada y húmeda que me esperaba, y emprendí el camino a casa, aún portando la maleta de Ricardo y el recuerdo de aquella fugaz muchacha que me había robado el alma con sus ojos. Para acortar el camino a casa, como hacía normalmente, me dispuse a cruzar el oscuro y solitario bosque que partía la ciudad en dos. 

Caminé distraído por los pensamientos, hasta que por la maldita mano del ángel de lo raro me tropecé con algo y me di de cara contra el piso. Al incorporarme, gracias a unos ojos acostumbrados a la oscuridad y la poca luz de la luna que se filtraba entre las copas de los árboles, logré divisar que mi agresora había sido una piedra del tamaño de un bebé que decidió interponerse en mi camino. 

Aquel curioso cascote estaba cubierto por unas curiosas grietas por toda su superficie que parecían hechas por la mano de algún artesano borracho que olvidó su obra en el medio del bosque. Cuando intenté levantar el adoquín, noté con molestia que aquella cosa pesaba muchísimo, e intentando hacer gala de mi fuerza, para impresionar a los fantasmas que me observaban, los pajaritos que reposaban sobre las ramas de los árboles y al recuerdo de aquella muchacha, me esforcé hasta el hartazgo para alzar el artefacto y arrojarlo lejos del camino. Pero cuando hubo estado por sobre mi cabeza, una voz pequeña, graciosa y aguda me advirtió “No, no hagas eso, podrías lastimar a alguien.”

Solté la roca por el sobresalto, que fue a caer justamente en una de mis rodillas flexionadas y luego rebotó sobre la punta de mi pié. Solté un potente alarido que ahogué en seguida, por temor a alertar a algún peligro acechante de la oscuridad, y comencé a mirar para todas las direcciones, para luego entender que la oscuridad no era tan piadosa para mostrar sus secretos aunque mis ojos se acostumbraran a ella. Tomé la cajita de fósforos que usaba para prender mis cigarrillos y le di lumbre a uno, que se apagó casi al instante por los temblores de mi mano. Una pequeña y molesta risita se escuchó cantarina desde la impiadosa oscuridad, para luego ser apuñalado por el silencio más atroz y apabullante. Con la premura de quien está aterrado, encendí otro cerillo intentando no temblar, que esta vez consiguió mantenerse prendido, aunque casi no daba nada de luz. La risita comenzó a escucharse de nuevo, pero esta vez mucho más cercana e histérica. Entonces cedí a mis instintos más primordiales, y soltando el maletín de Ricardo y el recuerdo de aquella muchacha, comencé a correr en la dirección que yo consideraba la correcta. Pero el Ángel de lo raro tuvo otras ideas, y luego de unos cuantos metros de bosque recorrido, mis pies no pisaron tierra alguna, y caí deprisa y torpemente al arroyo que surcaba el bosque. 

Luego de eso, recuerdo haber despertado empapado, sin mi billetera ni mi maletín, y bañado en la luz de la mañana, en la orilla de aquel arroyo. 

Unos días después supe que encontraron el maletín de Ricardo en el centro del bosque, debajo de una curiosa piedra llena de grietas. Hasta el día de hoy, mi amigo sigue preguntándome por qué dejé sus pertenencias en una situación tan ridícula. Siempre le cuento una historia diferente. 

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