De Eldálea Erythrina y las lluvias de mayo

Publicado el 30 de junio de 2023, 12:17

 

 

 

 

Me encuentro solitario sentado en mi escritorio, acompañado nada más que por la penumbra, la tenue luz del velador de mi mesa, las bailarinas sombras que juegan a esconderse tras los objetos y la gárgola que me devuelve la mirada inerte, fija en lo más profundo de mi alma. Esa mirada pétrea, fría y triste solo puede recordarme a ella, llevándome lejos, al pasado, al día en que la conocí a Eldálea, a aquella fila eterna que me separaba del asiento en el teatro argentino, aquel húmedo y pesado día de un mes de mayo que predicaba tormenta e ilusión. 

La lluvia no tardó en llegar, esa lluvia que más que lluvia era molestia, como lágrimas de cientos de ángeles cobardes que contemplaban a aquel muchacho incómodo y aburrido, que desesperaba por alcanzar un asiento para descansar las pesadas y cansadas piernas. En ese momento, el hastío fue peor que el frío, y el vigor engañoso de la juventud me mantuvo bajo el manto acuoso cuando la pared de gente que me adelantaba se desbandó buscando cobijo de la llovizna. Entonces fue que vi aquel cabello pardo humedecido que cubría los ojos más grandes y bonitos, caídos hacia los lados dando un tinte tristón a aquella cara pálida de rasgos finos y acristalados, enmarcados en una gruesa bufanda de lana marrón. 

Esos ojos de color miel con un tinte rosado que enmascaraban embrujos y encantamientos, alguno de aquellos que me embelesó y capturó en cuánto se fijaron por pequeños segundos en mi empapado ser, mientras veía fugazmente en mi dirección buscando curiosa el destino de todos aquellos que antes nos separaban. 

Esa muchacha vestida con una larga falda negra con varias capas de tela de colores, con un cárdigan verde y guantes negros, adornada con un collar de vistosas piedras preciosas en bruto y un abrigo negro de lana, miraba asombrada y curiosa, con una sonrisa pícara, como las gentes se ocultaban temerosas de la tormenta. Todos salvo aquel muchacho embobado y maravillado por tal visión, que cada vez parecía más cercana, porque en efecto, la chica se estaba acercando, con paso danzarín y alegre. En cuánto su cara estuvo a centímetros de la mía, y comenzó a hablarme de lo parecidas que eran las personas a las hormigas, mi corazón se llenó del más intenso pavor. Ante sus palabras alegres, yo solo podía pensar en "no digas nada estúpido, no hagas nada raro", y solo atinaba a contestarle escuetamente, con una leve sonrisa nerviosa y tratando de no sonar demasiado cortante. 

Así fue que nos quedamos charlando ella, la muchacha de ojos color miel, y yo, el muchacho de corazón acelerado, hasta que por fin nos dejaron entrar al teatro. Por una conveniente coincidencia, o por la mano del ángel de lo raro, su asiento estaba en la misma fila que el mío, separados por tres personas y una ausencia, a quien aquella chica le ofreció un intercambio, e interpretó su silencio como afirmación, para sentarse junto aquel extraño de pocas palabras que acababa de conocer.

Me contó que se llamaba Eldálea, por un cuento que a su madre le gustaba cuando era niña, y Erythrina por una flor. Que vivía en otra ciudad y que había venido sola a ver la obra que nos reunió, porque una amiga suya cantaba en el coro. 

Y si, se pasó casi toda la obra hablándome. Yo había ido por trabajo. Mi jefe tocaba en la orquesta y me había invitado, y no tuve el coraje para no darle el gusto. De la obra no recuerdo nada, no solo por mi desinterés en ella, si no porque solo pude prestarle atención a las historias y delirios de aquella chica que acababa de conocer.

Finalmente la obra terminó, y al salir juntos del teatro a un paisaje soleado y seco, en el que el frío comenzó a punzar con la furia de miles de avispas etéreas, Eldálea se encogió sobre si misma y comenzó a temblar. No pude pensar en otra cosa que no fuera confortarla, así que la invité al bar de mi amigo Juan Carlos, un hombre deforme y jorobado, de malas maneras pero buenas bebidas. El lugar quedaba cerca, era barato y siempre tenía un clima cálido, ignorante de los designios de los dioses de las estaciones. Ella acepto la invitación y caminamos juntos, separados por el verdugo invisible de mis temores.

Mis predicciones fueron justas y el bar de Juan Carlos presentaba su clima caldeado de olor a café estancado y silencioso, habitado por su dueño jorobado, su loro mascota y algunos borrachos que merendaban sus desgracias aderezadas con vino una tarde de un mes de mayo. 

Nos sentamos juntos en la barra bajo la atenta y asquerosa mirada del jorobado, que me sirvió un café teñido de costumbre y a ella un chocolate tan caliente que quemaba de solo verlo. A ella no le preocupó, al más bien utilizar la taza escaldada para calentar sus gélidas manitos de uñas irregulares y colores disparejos. 

El loro comenzó a cantar y ella volvió a hablar de sus cosas y a contarme sus historias. Yo escuchaba atento y contestaba algunas palabras cada vez que ella me daba el espacio, y mientras menos frío sentimos, más rígido y aterrado me sentía. Eventualmente el reloj de péndulo que adornaba la estancia marcó las siete de la tarde, y Eldálea dijo que debería contemplar la idea de marcharse, para evitar la noche en el tren. Esa sensación de pavor que me acompañó desde que la lluvia se hizo presente se hizo cada vez más intensa, atenazada por un sentido de urgencia y una amenaza fantasmagórica que me empujaron a pedirle, en un grito estruendoso y desesperado, que me dejara saber su dirección para poder mandarle alguna carta de vez en cuando. La sorpresa hizo que aquellos ojos enormes color miel se abrieran aún más, y un silencio incomodísimo invadió el ambiente. Hasta el loro se quedó atónito. Unos instantes después, la chica comenzó a reírse y fregándose los ojos me dijo que estaría encantada de saber más de mí en el futuro. 

La acompañé, caminando, hasta la estación de trenes, con el sol despidiéndose de nosotros desde las alturas del firmamento. Al llegar al andén que nos separaría, ella me tomó de ambas manos y me miró fijamente, con sus enormes ojos color miel, y me atacó con un beso que me dejó aún más aturdido, justo antes de subirse al vagón y despedirse de mí, quizás para siempre. Yo me fui unos instantes después que el tren, con una sonrisa y una dirección desconocida anotada en un papelito.

 

Pasaron los años, las cartas y los poemas. Nunca más volví a ver a Eldálea, pero nos enteramos de cada cosa que pasó en nuestras vidas, hasta que eventualmente sus correos dejaron de llegar. 

 

Una tarde de marzo, hace unos días, al llegar a mi casa encontré un paquete envuelto en papel madera y enlazado con una cinta de varios colores. En su interior estaban las últimas cartas que le mandé a Eldálea, donde le pedí volver a vernos, esperando poder confesar sentimientos forjados con la tinta y los años, junto con aquel collar de piedras que vestía la chica aquel día, y el cuaderno donde estoy escribiendo este relato, donde las primeras hojas me contestan todas y cada una de las cartas que nunca recibieron respuesta. 

Hojas que me cuentan el proceso de la enfermedad que la estaba matando, que me cuentan que por no querer angustiarme nunca me contó lo que le pasaba, y me cuentan los sentimientos que ella también tenía. 

Nunca supe quién me mandó aquel paquete, pero de algo estoy seguro, tengo que mover la gárgola del escritorio de mi cuarto si quiero volver a dormir tranquilo.

 

 

 

 

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