Hace algunos años viví una experiencia de lo más extraña, que me llevó al punto de cuestionarme si de verdad existen fenómenos que no tienen explicación, o si en realidad había perdido completamente la cabeza. Mi deducción final fue que lo que pasó fue obra de fuerzas extrañas con las que mejor no debemos meternos.
Corría el año 1952, cuando bajaba del tren que me había traído a mi nuevo lugar de residencia. Mi mudanza se había promulgado por la oportunidad de un nuevo trabajo en esta nueva ciudad, un interesante puesto de investigador en la municipalidad local, sobre unos manuscritos hallados en una habitación subterránea, comunicada con uno de los túneles masónicos que recorren el asentamiento urbano de una punta a la otra. El trabajo no tomaría mucho tiempo, sin embargo la paga era abundante y tenía los gastos básicos cubiertos por mi empleador, incluyendo el alquiler de mi morada temporal. Durante mi estadía en la ciudad, aprovecharía todas las oportunidades turísticas y recreativas que la misma puede ofrecerle a un hombre joven y curioso como yo.
La primera vez que vi los dichosos documentos fue en su último lugar de descanso, en la húmeda, odiosa y fétida habitación subterránea en la que fueron encontrados por aquel trabajador de las redes cloacales, que había cavado descuidadamente fuera de su ruta original, en busca de acelerar inútilmente su labor. El aire <o lo más parecido a aire respirable en ese lúgubre agujero> apestaba a tierra húmeda, hongos y putrefacción, y estaba tan cargado de esporas y demás desagradables sustancias, que debíamos llevar gafas protectoras para no lastimar nuestros ojos. La respiración también era dificultosa. Sobre una caja de metal, presumiblemente un vagón que anteriormente era utilizado para transportar materiales y herramientas de construcción, encontré un pesado morral de cuero repleto de mohosos pergaminos, que supuse eran de la época en la que los masones recorrieron estos túneles apestosos, hace unos cien años. Cuidadosamente, ayudado por Ricardo, mi joven asistente, y asistidos logísticamente por Oscar, el obrero descubridor, quien sostenía una linterna, con un pulso tembloroso (y bastante molesto), en dirección a mi persona, abrí el morral y recorrí rápidamente los panfletos con la mirada. Estaban en un argot masónico complicado, cuya traducción ,probablemente, me iba a tomar más tiempo del presupuestado (adiós a mis planes turísticos en la ciudad).
Ordené a mis acompañantes abandonar el horrendo lugar, alegando que estudiaría el material en un lugar más cómodo y óptimo para el trabajo, y emprendimos la retirada. Sin embargo, cuando caminábamos por ese túnel, notamos a Oscar visiblemente nervioso. Era un hombre de unos 54 años de edad, de estatura baja, complexión enfermiza y piel morena, poco agraciado por la belleza y con un vocabulario bastante pobre. Lo poco que habíamos conversado en el camino hacia la habitación del hallazgo me había alcanzado para entender que se trataba de un hombre misógino y mitómano, que exageraba sus historias, como cuando sugirió estar casado con una mujer, tener varias amantes y ser un bailarín excepcional, siendo que era cojo y un claro ejemplo de retraimiento social. Dejando sus problemas de lado, el hombre estaba contrariado y preocupado por algo, por lo que mi joven asistente decidió comenzar un nuevo interrogatorio.
-¿Qué es lo que lo tiene tan nervioso, don Oscar? ¿Acaso teme a los lugares cerrados? ¿O es simplemente el temor a las maldiciones masónicas que pudieran estar protegiendo este lugar y estos antiguos documentos?
-No, no digas tonterías, no estoy nervioso, estoy sereno, ¿Por qué estaría nervioso un hombre valiente como yo? ¿Está insinuando usted que soy un cobarde? No tengo motivos para temer… a esas… maldiciones masónicas - trago un pesado y espeso cúmulo de saliva antes de continuar - … de las que usted habla…
-¿Y porque está, entonces, usted mirando para los costados y hacia atrás constantemente? Como usted dijo, no hay motivos para estar atemorizado, más allá de las momias y las criaturas de pesadilla que nos estaban persiguiendo en este momento, silenciosas y furtivas, por estos hediondos túneles…
- Ya basta de jugar con la mente de este pobre hombre- Sugerí en voz alta a mi discípulo, al ver el agravamiento de condición que habían generado sus palabras, al pobre y decrépito hombre. -No hay porque temerle a estos pasadizos, a excepción claro... - Un ruido de pisadas y leves quejidos interrumpieron mis palabras. Mire a los ojos a mis dos acompañantes, que estaban claramente perturbados y tan desconcertados como me encontraba yo mismo-... la humedad y los hongos… Mejor apuremos el paso…
Abandonamos rápidamente los hediondos pasillos, e hicimos de cuenta que nada había pasado. Quizás la humedad y las esporas nos habían hecho delirar, después de todo, salvo los hongos y los líquenes y mohos, nada podía habitar en esos apestosos lugares. Cuando emergimos a la superficie, el sol se estaba retirando, por lo que nos dirigimos cada uno a su respectiva morada. Ni siquiera habiendo cerrado con llave y pasador la puerta, las ventanas y hasta la tapa del inodoro, pude sacarme del alma el peso de sentirme observado aquella noche. Dormir fue toda una proeza, casi tanto como lo habría sido poder hacerlo por más de las escasas 4 horas que me fue posible.
Luego de varias tazas de café, y un par de medialunas calientes que me ofrecieron en el bar de la esquina, me reuní con Ricardo en el estudio que nos había proporcionado el municipio. El joven también se encontraba deslucido y con aspecto mortecino, producto de la falta de descanso. Me comentó que su noche había sido turbulenta, y que prefirió permanecer despierto, habiendo ido de excursión por los distintos bares y clubes nocturnos que ofrece la ciudad, y al ver su deplorable condición, y su clara incapacidad motriz, producto de la resaca, lo mande a dormir a su casa, sin antes no pedirle que me trajera el diario para poder leer las noticias. El periódico tenía un titular un tanto estremecedor: “HOMBRE HALLADO MUERTO EN LA PUERTA DE SU CASA”
“Los vecinos alertaron a las autoridades policiales sobre ruidos extraños en la calle, y la aparición de un bulto en el pórtico de la casa de un hombre soltero. Cuando los oficiales se presentaron, descubrieron el cuerpo envuelto en sábanas de OSCAR ALBERTI, un hombre moreno de 54 años de edad. El cadáver presentaba signos de violencia, golpes, arañazos y cortadas de armas blancas, pero la causa de la muerte se determinó como ASFIXIA POR ENVENENAMIENTO. Los efectivos policiales no hallaron signos de violencia en la vivienda, ni rastro alguno de sangre en el cuerpo, sábana o piso de la casa.”
Me quedé atónito con esa noticia. “Sabía que el tipo estaba mintiendo, nadie con esa cara y esa actitud podría estar casado”, horriblemente cómodo con la noticia de la muerte de ese despreciable sujeto, me dispuse a mi labor de traducción de los documentos, comenzando con la primera página, la cual me tomó toda la primera mitad de mi día laboral.
“Imploro a quien sea que encuentre estos documentos que se resista a la tentación de leer el conocimiento plasmado en ellos. “- Leí-”... horrendos terrores esperan a quien perturbe la seguridad de las cámaras que aprisionan estos pergaminos, escritos por las manos de una peligrosa bruja, quemada en una hoguera, quien juró venganza a todos los que la ejecutaron, sus descendientes, y todo aquel que hoce leer el contenido de su trabajo. No rompa el sello que guarda estos pergaminos, y no rompa la seguridad de la celda donde descansan. La cercanía con los mismos representa el mismo peligro que leerlos. Firmado: Concejal Roberto Buona Paglia - 21 de enero de 1891.”
Las palabras que acababa de traducir me perturban tanto en tan distintos sentidos y por tan distintos motivos… Por ejemplo, ¿Por qué una nota de advertencia sobre no romper la seguridad de la celda se encuentra dentro de la misma celda? ¿Por qué alguien la escribiría en una lengua que solo pocos conocen, si trata de dar un mensaje de alarma general? ¿Por qué diablos la nota estaba dentro de la misma caja sellada que rogaba no abrir? Claramente su redactor era alguna especie de idiota colonialista. De todas maneras, eran seguramente cuentos de hadas, por lo que no le di mayor sentido a las palabras expuestas en aquella primera hoja, y tome la primera carpetita de documentos, y les eche un vistazo. La mitad de las palabras eran un dialecto medio ajeno del latín, la otra mitad estaba escrito en una mezcla de italiano y español, y luego una fracción en un idioma desconocido para mi. Me acerque a la biblioteca del municipio, me apodere de un par de diccionarios y libros de lingüística, y emprendí el regreso a mi oficina, pero en el camino me encontré con Salá, un excompañero de Alberti, quien me reconoció y me pidió audiencia. Le pedí que me acompañara a mi despacho, y al llegar me entregó una carta, en cuyo sobre decía mi nombre, escrito en una letra bastante pobre y difícil de leer, incluso para un lingüista, como yo. Salá me dijo que ese sobre estaba en la casa de Oscar, y que seguramente la había escrito antes de fallecer. Se despidió y me dejó en soledad, con mis diccionarios, los documentos y esa carta.
Abrí el sobre con un cuchillo medio sucio con el que había untado mermelada sobre unas galletas con las que me tomaba el enésimo jarro de café, intentando mantenerme despierto. Desplegué la hoja de papel que encontré en su interior, y leí:
“No tradusca esos documentos. No le e cido cincero, antes de hencontrar lo documento estube yebandome barias cozas de esa recamara, vajiya de plata, estuatas de oro, entre otras cosas. Avia un abiso en una tablita de madera que tapiaba la puerta, pero la rompi y aparte a un lado. La advertensia desia…” No pude leer más. Ese hombre escribía tan, pero tan mal, que prefería cualquier tipo de maldición antes que tener que leer una falta de ortografía más.
Continué con mi labor, pero al llegar la puesta del sol, decidí que debería irme a descansar a mi departamento. De nuevo, la sensación de persecución y acompañamiento etéreo me incomodó toda la noche. Esta vez un fuerte dolor de cabeza, propio de la más terrible de las enfermedades, se sumó a la juerga de malestares que me acosó esa terrible ocasión. Otra noche sin dormir.
A la mañana siguiente, derrotado, cansado y con una congestión nasal casi asfixiante, me dirigí a continuar con mi labor, pero esta vez con un sentimiento aciago, que me sugería la duda de si seguir o no seguir con la traducción de los documentos. Después de todo, no podía haber sido tan coincidente la nota de Buona Paglia, la nota de Alberti y su repentino y extraño deceso, el malestar que me aquejaba y la condición en la que se encontraba mi asistente. Al llegar a la oficina no encontré a Ricardo, pero una nota que rezaba “Hoy también estoy enfermo- R” colgaba de la puerta del despacho. Me senté contrariado en mi escritorio, frente a aquellas malditas páginas, y entonces ocurrió lo inesperado: Estornude.
Ese estornudo me había dado la clave para entender qué era lo que estaba pasando. Tome un libro de botánica y busque todo lo relacionado con los mohos y demás porquerías esporíferas a la que podría haber estado expuesto en ese túnel. “Alergia, malestar estomacal, alucinaciones y paranoia, migrañas, problemas para dormir”. Lo había entendido todo… Mi malestar era causado por el moho del túnel, que seguía afectándome, ya que el mismo se encontraba en las páginas de los documentos. Por su parte, a Ricardo no lo estaba afectando la exposición al moho, ya que él había estado usando un barbijo cuando bajamos a esos fétidos pasadizos, pero la noche y la juerga se habían cobrado el espíritu de ese joven chico de campo. Sin embargo esto no explicaba la misteriosa muerte de Don Oscar Alberti… ¿Sería una horrenda consecuencia? Cauteloso me dediqué a traducir los documentos, que ahora estaban escritos en un español colonial más comprensible, evidenciando una clara adaptación de la anciana a su nueva patria, posiblemente tratándose de una inmigrante italiana que había venido a la Argentina en busca de una mejor vida… Pobre señora, la condenaron y quemaron creyendo que era una bruja… y estos “documentos” solo eran un viejo recetario de cocina que ella estaba escribiendo para, quizás, llegar sus secretos a alguna descendiente… Claramente el señor Roberto Buona Pagla era, como ya dije, un IDIOTA COLONIALISTA.
La traducción me tomó un par de días más, durante los cuales obligué a Ricardo a presentarse a trabajar, obligándolo a hacer tareas más pesadas y molestas, a modo de castigo por su irresponsabilidad.
Unos días después de lo sucedido, una publicación en el diario volvió a llamar mi atención: “ENCUENTRAN CULPABLE DEL ASESINATO DE OSCAR ALBERTI”
“Elsa Giménez, de 50 años de edad fue declarada culpable del asesinato del obrero de construcción, tras ser encontrada en su bolso el arma homicida. Se habría tratado de un crimen pasional, según declaran fuentes policiales, ya que la mujer habría encontrado a su amante teniendo relaciones sexuales con otra mujer.”
-”¡JA! Resulta que el tipo no estaba mintiendo después de todo” - Dije en voz alta, mientras tomaba otra de las tantas tazas de café.
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Comentarios
Muy bueno, Mago! (Final inesperado).