“No quiero atormentarlo a usted, señor lector, con las historias sobre mis trágicas vivencias con los molestos higrapones, más es menester que deje registro sobre las mismas, para dar conocimiento a las futuras generaciones sobre el verdadero problema que estas criaturas pueden representar.
Corría el año 1957, yo me dedicaba en ese momento a vender artesanías en un pequeño pueblo de no más de seis mil habitantes. Pipas, botellas, anillos, hasta carteras y billeteras, no hacía asco a ninguna mercancía, más debo aclararle, mi estimado, que nada producto de mi ausente talento artesanal, ya que lo mío era la reventa. Me acercaba a los pocos aborígenes que encontraba al norte de la argentina, les pagaba miserias, y luego ofrecía a incautos por altos precios. Debo admitir, no era el modo más honrado de ganarme mis días, pero que funcionaba, nadie lo negaba.
En aquel apestoso pueblo rutero me apostaba en la plaza, sugiriendo a mis clientes la idea de que mis existencias venían de más allá del límite que separaba los países limítrofes del nuestro. Si aún no le ve lo honesto a esta forma, no siga buscando, no quiero desilusionar.
Pero no es mi falta de moral lo que lo debe entretener de este relato, usted desea saber qué fue lo que pasó aquella noche de septiembre. Resulta que me encontraba en una buena racha. Las baratijas que había conseguido de los incautos nativos se me agotaban. Muchos ingleses, alemanes e italianos habían pasado por mi lona, y se habían encantado con el fruto de mis contrabandos, por lo que me disponía a abandonar ese hediondo lugar.
Ya casi me encontraba en la ruta, cuando mi novedoso fiat 600, una noble máquina que nunca fallaba, que había logrado adquirir de primera mano hacía poco más de dos meses, decidió no ser tan fiel, dejando de funcionar apenas transitadas unas cuadras.
Agobiado por los rumores del silencioso poblado, me dispuse a abrir la capota del coche e intentar advertir qué me detenía. Como ya dije, era de noche, una particularmente oscura, nublada y apestosa noche, por lo que me tuve que auxiliar con un encendedor Zippo, que me había dado, como parte de pago por una novedosa billetera, un alemán anciano hacía unos días. Si, es poco prudente hacer esto cerca del tanque de gasolina de un coche, pero, además de la falta de moral, la prudencia también escaseaba en esa época.
Alumbré con el mechero el interior de la maquinaria, cuando noté que lo que me apresaba en aquel sitio no era un desperfecto mecánico, si no, una pequeña criatura, de unos siete centímetros, redonda, con abundante pelaje y una enorme nariz similar a la de uno de un judío de la vieja raza. El bicho se estaba comiendo parte del radiador de mi vehículo, y valiéndome de un palo que arranqué de un árbol cercano, lo levante en el aire, logrando hacerlo chillar de una manera tan aterradora y fatídica, que casi suelto el interior de mis entrañas adormiladas por la abundante cantidad de alcohol que adornaba mi interior aquella noche. ¿Ya le hable de mi falta de prudencia?
Del interior de una de las mangueras del motor emergieron seis más de esos aborrecibles seres que, con un grito similar a un canto de guerra, se abalanzaron sobre mí, causando que me desplomara inconsciente contra el asfalto.
A la mañana siguiente, un grupo de niños de no más de doce años me despertaron picándome con una vara. Me encontraba bañado en sangre, la cual había brotado de una herida en mi nuca, que estoy seguro fue causada por esos pequeños bastardos peludos la noche anterior. Mi auto, por supuesto, no estaba, junto con mis maletas y todo el dinero que había logrado extirpar de mis incautos clientes. Esos malditos parásitos se habían robado mis bienes.”
Manuscrito encontrado en la celda de Javier Nabetse, un recluso del Hospital Interzonal Especializado en Agudos y Crónicos Neuropsiquiátrico "Dr.Alejandro Korn"
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