El terror de la noche

Publicado el 8 de marzo de 2023, 22:23

 

 

 

 

De los mayores y más comunes miedos de la humanidad, el más abundante es a aquello desconocido que mora en las sombras cuando las luces se apagan y las personas invitan a Morfeo a sus cuartos, esperando tener una plácida sesión de sueño. Aquellos seres espantosos que nos observan desde las tinieblas, sentados en las sillas vacías de nuestras habitaciones, trepados a las esquinas de los techos, acechando desde detrás de las cortinas, esperando a que nos durmamos para poder salir de nuestros armarios, mirándonos desde el umbral de la puerta, esperando debajo de las camas a agarrarnos los pies que no estén tapados por las sábanas, o sentados a los pies de nuestras camas. 

De algo de eso va esta historia. Corría el año 2016, a eso de finales de septiembre, yo vivía en un departamento del centro de la ciudad de La Plata, con dos gatos y rodeado de vecinos despreciables que hacían todo tipo de alborotos a cualquier hora del día. 

Aquel día había sido largo y tedioso. Tuve que cumplir horas extra no pagadas en el trabajo, porque si bien yo cumplía mi horario laboral en la oficina en el turno mañana, gran parte del turno tarde no había podido ir, ya fuera por vacaciones, intervenciones quirúrgicas, enfermedades de sus hijos, o por comportamientos negligentes. Al salir de mi doble turno, fue hora de asistir a la universidad, donde estudiaba contabilidad en el turno de noche. Llegué a mi departamento a eso de las once de la noche, tomé una cena poco nutritiva que constaba de un sanguche de salame y queso que compré en una estación de servicio a dos cuadras de mi casa, jugué un rato con mis gatos, y a eso de las dos de la mañana me dispuse a descansar. 

En mi caso, soy de las personas que no pueden dormir si antes no se asegura que todas las puertas y ventanas estén bien cerradas, con sus respectivas llaves, persianas y topes. El departamento tenía cinco puertas en total. La que daba al pasillo que compartía con mis vecinos, la que daba al balcón, la de la cocina, la del baño y la de mi dormitorio. También tenía cuatro ventanas, la de la cocina, la del comedor, la del baño y la de mi habitación. Luego de terminar de cerrar la última ventana, tuve que volver a la primera puerta a revisar que la hubiera cerrado bien, para luego revisar todas y cada una de las demás posibles entradas a mi hogar. Me aseguré de no haber dejado a ninguno de mis gatos encerrado en alguna habitación, y luego me metí en la cama para leer un rato. Luego, con ambos gatos durmiendo a los pies de la cama, apagué la lámpara de mi mesa de noche y me dispuse a dormir. 

Cuando por fin estaba logrando conciliar el sueño, escuché de repente un ruido como de arañazos contra un vidrio, que me arrancó de súbito de las garras de Morfeo. Aterrado, tomé mi celular y alumbré con su tenue linterna la habitación, notando que la puerta estaba abierta. De la impresión, el celular se me resbaló de las manos, no sin antes tomar una foto furtiva de la habitación. De un manotazo, prendí la lámpara de noche y me incorporé de la cama. 

A mis pies estaban ambos gatos, aunque uno de ellos, Paul, estaba parado, arqueando la espalda y mirándome fijo. Le devolví la mirada y entendí que yo no era el objeto que buscaban sus ojos, si no algo a mis espaldas. Allí estaba la ventana. 

Giré toda la parte superior de mi cuerpo, esperando ver un terrible horror detrás de mí, pero la persiana estaba cerrada, al igual que la ventana de doble hoja. De repente, escuché otro arañazo, por lo que me levanté espantado de la cama y prendí la luz de la habitación. Paul se acercó agazapado y sigiloso a la ventana, y comenzó a intentar cazar a alguna criatura con sus peludas patitas, pero el vidrio se interpuso entre él y su presa. En ese momento noté que el otro animal, Pig, había desaparecido de la habitación, probablemente en busca de algo de comida, o procurando utilizar su caja sanitaria. Restándole importancia a los asuntos del gato, me acerqué a la ventana con una mezcla de terror y curiosidad, y entonces noté que aquellos arañazos, la cosa que captaba la atención de Paul, tenían la misma fuente, un par de murciélagos pequeños y peludos que se abrazaban en un lujurioso acto de cópula. 

Aliviado y un poco avergonzado por dejarme espantar por aquella situación, abrí ligeramente la persiana de madera para que ambos amantes pudieran abandonar la prisión en la que se encontraban y pudieran seguir con sus actos carnales en la libertad de la noche profunda primaveral. En mi mente fue poético empezar de esa manera el mes de octubre.

Pensando en aquella casualidad, volví a acostarme, con las luces apagadas, viendo un pequeño bulto a los pies de la cama, que asumí que era Pig que había regresado, y abrazado al otro gato, volví a sumergirme en las aguas del sueño. Pero otra situación volvió a traerme a la vigila de golpe. Si Paul estaba acurrucado conmigo, y Pig descansaba a los pies de la cama ¿Qué era aquello que estaba tironeando de las sábanas, desde abajo? 

Un escalofrío de terror recorrió mi espalda, y un nuevo manotazo me hizo agarrar el celular, que al desbloquear, dejó ver la foto que había tomado. En ella, una habitación desordenada se veía al fondo, con Paul agazapado mirando a la cámara, y el bulto de Pig detrás suyo. Al fondo, en la oscuridad, una figura sombría miraba con dos ojos blancos fijo en mi dirección. Volví a dejar caer el teléfono, y prendí la luz de lectura para alumbrar la habitación. 

Fue entonces que vi que a los pies de la cama había un bulto conformado por un buzo hecho un bollo arrugado. Eso no era Pig. Debajo de la cama, el gato arañaba las sábanas intentando jugarme una extraña broma de comienzo de octubre.

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