Hoy, queridísimo lector, he de relatar la historia de mis desventuras tras encontrar a una peligrosa y pavorosa criatura, tan terrible que me sería imposible de describir, pero que en un titánico esfuerzo pasaré a describir.
Corrían los medios de los años sesenta y algo cuando me mudé a una hermosa cabañita de madera y laja en el pueblo de Cariló, al sur del partido de Pinamar. El lugar era, quizás, todo lo que se puede desear para pasar una temporada en solitario, emplazado en una gran parcela de una hectárea de extensión, repleto de pinos y… pinos, y más pinos. Como bien sabrá, estimadísimo lector, El Parque Cariló, sería un un desierto árido a la orilla del mar de no ser por la implacable mano del hombre, siendo este pueblo un ejemplo de lo que se puede lograr modificando la naturaleza sin violar sus reglas, pero violándola de todas maneras. Mi casita contaba con una habitación pequeña, una cocinita que compartía espacio con el comedor, el cual a su vez fungía de recibidor, sala de estar y depósito de mis porquerías, así como un altillo donde había aún más porquerías. No obstante, el lugar tenía dos o tres grandes defectos, como por ejemplo, que el baño era exterior, disfrazado de galponcito a unas cuantas baldosas de distancia de la casa, o que no tenía estufa alguna, cosa que hacía que los inviernos del desierto boscoso fueran un asco, y ni hablar de los pinos. Los malditos pinos, y sus malditas hojillas agujosas que se meten en todos lados y tapan todos los desagües, como si un grupo de duendecillos fabricara una represa en mis canaletas.
Nuestro relato inicia cerca de uno de esos violentos inviernos que azotaron el pueblo, tal fue la ira de aquella estación, que llegó a nevar dos o tres veces bastante fuerte en aquel pequeño bosquecillo de pinos. Aquel día funesto iba de mal en peor. Durante el día anterior había tenido varios percances con la nieve, la arena y mi jeep. Al despertar por la mañana, tuve que luchar contra las bisagras congeladas de la puerta, para luego resbalar al pisar una baldosa congelada que se soltó del abrazo del hielo y me dio un buen golpe contra una columna de pino que sostenía el terchito del espacio frente a la casa donde solía sentarme a tomar mates en primavera para contemplar la soledad impávida de aquel bosque. Llegué a mi vehículo y tuve que limpiar el parabrisas que se encontraba tapado de nieve y hielo. Al subirme al jeep, tuve que barrer fuera una fiera cantidad de nieve que lo invadía, y al intentar darle arranque, fracasé, porque algo adentro del motor se había congelado.
Tuve que pedir un taxi para llegar al trabajo, en un bar del centro donde fungía de conserje y lavaplatos, y también era el que abría el local. Como la pericia en el jeep tomó más tiempo de la cuenta, y más tardé esperando el taxi, llegué tarde, y siendo el único que tenía las llaves, al llegar me encontré con Mario, el cajero regordete y pelado, y Lucía, la moza colorada y sobre maquillada, que me esperaban con gesto desdeñoso y vulgar, por haberlos hecho perder quince terribles minutos de su vida que podrían haber gastado no viéndose las desagradables caras. Para empeorar los ánimos, la llave se trabó porque la cerradura estaba congelada y mientras intentaba reparar el entruño, Mario se la pasó gritándome y discutiendo lo idiota que yo le parecía con Lucía, que decía que más que un idiota era un bueno para nada, para al final ponerse de acuerdo en que era nomás un imbécil.
Luego de mi discusión con aquella cerradura, entramos para encontrar el local inundado de aguas sucias, producto de un tapón de hielo en el pozo ciego y una pequeña pérdida de la mochila del inodoro del baño de hombres. Buen momento para ser el único conserje. Mario y lucía se sentaron en las banquetas de la barra mientras me animaban con insultos para que terminara rápido de limpiar el piso, que por supuesto tomó un hermoso olor a muerte luego de un fin de semana completo de estar bañado en caca. Cuando mi tarea estuvo completada, fui a la cocina a revisar que todo estuviera bien, para encontrarme con que el motor de la heladera se había quemado, echando a perder todo lo que contenía, amén que Mario se había dejado el mate sucio en la mesada, lo que atrajo una ingente cantidad de moscas, y para rematar, encontré una bolsa de papel con algo indescriptiblemente podrido dentro del horno. El local llevaba más o menos una hora de retraso en su apertura cuando salí por la puerta trasera con una enorme bolsa de porquería que había juntado en mis andares matutinos, entre restos fecales, cosas podridas y lo que fuera que se había muerto en aquella bolsa de papel. Con esfuerzo, abrí la tapa del contenedor de basura que esperaba, obviamente congelada, en la parte trasera del negocio, saludé a un pequeño hombrecito que me saludaba desde adentro, y arrojé la bolsa que seguro pesaba unos veinte kilogramos de basura, y dejé caer la tapa a su estado natural.
¿¡Qué!?
Abrí el conteiner con desesperación y levanté rápidamente la bolsa que se había roto parcialmente por un costado con el impacto, desperdigando parte de la basura por el costado del recipiente, y ahí vi a lo que parecía un hombre de mediana edad, pero de unos quince centímetros, aplastado y muerto contra el piso. El sujeto, que a estas alturas yo ya entendía que o era un duende o un delirio producto de la fatiga, vestía con pequeñas ropas de abrigo hechas de piel que parecía de rata, tenía un pequeño morralcito y un sombrero de lana largo y puntiagudo que parecía mal teñido de rojo. Con tanto desagrado como fascinación, levanté el cadavercito con la mano desnuda y lo inspeccioné a mayor detalle. Aquella criatura era muy parecida a Mario, aunque más flaco, pequeño y muerto que el cajero. Cuando entraba para mostrarles mi hallazgo a mis horribles compañeros, noté que el peso de aquella cosa desaparecía, quedándome en las manos una especie de moco rojizo que poco a poco se convirtió en polvo (como si aquella cosa se hubiera podrido y degradado a una velocidad extrema) dejándome solamente el recuerdo de una marca roja en la palma de la mano.
La tarde pasó con más penas que glorias, y al llegar a mi cabaña, no sin antes tener un accidente con una rueda rebelde del taxi, y una discusión con el taxista que insistía en que tenía que pagar por el tiempo que tardó en cambiar la rueda, me encontré con la puerta abierta de par en par, con más nieve dentro de la casa. Luego de una revisada rápida, entendí que nada faltaba y solo el viento había sido el intruso, así que cerré la puerta de mi casa, cerré las persianas de las ventanas, y cerré la puerta de mi casa. Entonces entendí que algo andaba realmente mal.
Revisé las ventanas de nuevo, miré con atención el piso, no había señas de pisadas algunas. Me aseguré de haber cerrado muy bien la puerta, con llave y pasador, y puse candado a las persianas. Nada me daba a entender qué fue lo que abrió la puerta, pero tampoco nada me decía que hubiera sido simplemente el viento.
Me senté en el sillón de mi sala de estar/comedor/recibidor/aguantadero, y envuelto en pánico, esperé. Tarde o temprano entendí que si algo había entrado a la casa, yo me encerré con ese algo, entonces me paré y me acerqué a la puerta, armado precariamente con un paraguas, y entonces escuché la voz, esa aguda, chillona y áspera voz.
“Ja, ja, ja, ja, ja, mortal…” dijo la voz. “soy el cazador de marcas, y he venido a buscar la tuya.”
Vi entonces que, sobre una viga de madera en el techo, había un hombrecito de unos doce centímetros de alto, vestido con pieles de rata y un sombrerito de lana puntiagudo y rojo, su tez era morena y su nariz era exageradamente larga para su tamaño. En una mano tenía un cuchillo de cocina, y con la otra se sostenía de la viga.
“Ahora vengaré a Clemento” dijo el hombrecito justo antes de saltar hacia mi, al grito de “Eghlimbolg va a cenar bien esta noche.”
Cerré los ojos y abanique el paraguas, conectando el golpe en el pecho del hombrecito, que se estampó contra la pared y se desplomó en el suelo, sangrando, con un sonido agudo, similar al de un globo que se desinfla penosamente.
Me acerqué al hombrecito, y noté que me estaba mirando con mucho odio.
“Ehto hhhhh noh se vah a quehdar ahsi” dijo instantes antes de degradarse como el pequeño Mario que había aplastado en la tarde.
Junté los restos de polvo, notando que ahora en mi mano había una segunda mancha roja. Los deposité en una cajita de madera, y la sepulté muy profundo en una maceta que decoraba el pórtico de mi casa, maceta que me había ganado en la secundaria como premio de participación por un torneo de softbol en el que mi equipo salió Segundo.
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Genial!!!